La escuela al revés

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Cuando reverdece de forma cíclica el debate de la función de la escuela, a veces siento que no hemos entendido nada o que, como mínimo, lo hemos entendido al revés.

Es empobrecedora la idea de que –en plena sociedad de la información– se siga manteniendo que la función principal de la escuela es la transmisión de conocimientos. Y no lo digo tanto por el uso del sustantivo ‘conocimiento’, cuya presencia me sigue pareciendo primordial, sino por la utilización del verbo ‘transmitir’. 

Y lo mantengo porque, en esa pretendida finalidad, se parte de una perspectiva empobrecida del rol del docente, que creo que es mucho más amplio que el que se presupone en ocasiones. Dicho de otra manera, no sé hasta qué punto el profesorado se sigue percibiendo a sí mismo solo como un transmisor de conocimientos en una era en donde la cuestión de género, la ecología, la inclusión, la alfabetización digital, la educación crítica o la interculturalidad han pasado a ser los ejes movilizadores.

En esta escuela todavía entendida al revés sigue predominando el enfoque utilitarista del sistema educativo, determinado por la implantación dominante de la lógica del mercado (Mata y Ballesteros, 2012). El devenir económico dirige el trabajo docente hacia unos derroteros que se alejan del necesario enfoque humanista de una educación inclusiva que no excluya y que no margine a nadie, independientemente de su condición de partida. 

Una escuela que no se viera al revés, sin embargo, tendría que atender las particularidades de cada estudiante y no plantear barreras en el acceso al aprendizaje, lo cual precisa de una dotación de recursos sin precedentes, de una formación docente eficaz y de un necesario cambio de mentalidad. Tendría que tener presente esa escuela que el resultado deseado no se basa en que todos lleguen al mismo nivel de conocimientos, destrezas, aptitudes, habilidades o competencias, sino en la búsqueda de un modelo que, en lo individual, lo colectivo, lo social, lo cultural y lo emocional, resulte provechoso para todas las personas, alcanzando el máximo de sí mismas. 

En esta escuela, diferente de todas las anteriores, “se considera la capacidad y situación de todos los estudiantes como un adecuado punto de partida para la labor educativa, sin necesidad de compensar ciertos déficits” (Alonso et al., 2011, p.22). La diferencia, así, se consideraría un valor; ni más ni menos. 

En la educación entendida al revés seguimos hablando de un modelo de integración, basada en esquemas rígidos, en lugar de uno nutrido de la inclusión para responder a las expectativas y necesidades de la infancia y la adolescencia. Continuamos viendo al estudiante como sujeto del abandono escolar, sin preguntarnos de manera crítica quién abandona a quién: si es él quien abandona la escuela o si es la escuela la que lo abandona a él.

Reconstruir el camino

¿Y qué se necesita para ver la escuela de otra manera? Pues reconstruir el camino, desandar lo andado, repensar lo pensado para precisamente eso, darle la vuelta. Mantenía Ignacio Calderón que, en la escuela, “la identidad se construye encorsetada dentro de unos estrechos límites que marcan tanto la precariedad material como las barreras simbólicas.” (2014, p. 206). Y es así: una nueva mirada sobre la educación necesita de la superación de ese encorsetamiento que termina asfixiando y llegando incluso a anular a los docentes, a las familias y, especialmente, al alumnado. Necesita de una revisión longitudinal que incorpore una narrativa basada en la búsqueda de los orígenes del proceso de desenganche, que culmina habitualmente en los últimos cursos de la enseñanza obligatoria, un momento en el que se encienden todas las alarmas, cuando es demasiado tarde. 

Dejar de mirar la escuela al revés implica, en cambio, revisar su papel y el del propio sistema educativo como engranaje social, como maquinaria que apenas se mira en el espejo, que no se revisa a sí misma para volver a mirar lo mismo y entenderlo de otra manera, poniendo el foco en el origen del fracaso: antes de que este suceda. 

Se trata, así, de un intento de aportar nuevas fórmulas más críticas de evaluación de la escuela, alejadas del utilitarismo, la mercantilización y de la búsqueda de una forma de entender la calidad sesgada, simplista y poco amplia. Una concepción de calidad errónea, relacionada con una idea de eficacia que tiene que ver más con la cuantificación de resultados y la selección de determinadas personas consideradas como válidas por su rendimiento, mientras el resto sigue quedando fuera, en una especie de abandono interior.

Se precisa de una escuela que ansíe, en definitiva, en su principal función encontrar una forma de justicia redistributiva, ya que “una evaluación de calidad sensible solo a los modelos economicistas de educación va a favorecer ciertos perfiles que respondan a tales tipos de demandas.” (Seibold, 2000, p. 3).

Que surja de la propia reflexión en el trabajo participativo, con espacios y tiempos para ello, como necesario replanteamiento de los cimientos de esa nueva escuela que deje de ser entendida así, al revés. 


Referencias

Alonso C. et al. (2011). Diversidad cultural y eficacia de la escuela. Un repertorio de buenas prácticas en centros de educación obligatoria. Recuperado de https://sede.educacion.gob.es/publiventa/PdfServlet?pdf=VP15415.pdf&area=E

Calderón, I. (2014). Sin suerte pero guerrero hasta la muerte. Revista de Educación, nº 363. Recuperado de https://www.educacionyfp.gob.es/dctm/revista-de-educacion/articulos363/re36308.pdf?documentId=0901e72b818217c4

Mata, P. y Ballesteros, B. (2012). Diversidad escolar, eficacia escolar y mejora de la escuela: encuentros y desencuentros. Revista de Educación, nº 358. Recuperado de http://www.revistaeducacion.educacion.es/re358/re358_02.pdf

Seibold, J. R. (2000). La calidad integral en educación. Reflexiones sobre un nuevo concepto de calidad educativa que integre valores y equidad educativa. Revista Iberoamericana de Educación, 23. Recuperado de http://www.rieoei.org/rie23a07.htm

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