La prensa no puede matar a la literatura a sangre fría, sin mirar bajo los pies los daños arrojados. No todo vale en el oficio de contar las cosas, y la voracidad de la opinión pública vuelve a dejarnos, una vez más, una radiografía de víctimas morales –ahora en el mundo de la creación literaria–, que exige un replanteamiento profundo de los principios de la profesión periodística, así como de los intereses que la mueven.
No es nada nuevo que algunos medios de comunicación escudriñen en la hondura humana hasta hacer reflotar el idealismo más macabro, en un intento de tergiversación social para lograr audiencias, cliqueos y éxito comercial. Es un sentido que está retratado en películas como El gran carnaval, de Billy Wilder, o Mad city, de Costa-Gavras, directores que con su obra ofrecían una crítica profunda a este tipo de periodismo. Sin embargo, fuera del arte del artificio verbal más grotesco, lo que quedan son resquicios de realidad y vida, y sobre esta última no se puede hacer gravitar el poder de conducir a la audiencia hacia la manipulación más flagrante. Y todo ello, a sangre fría, como en aquella otra novela testimonial de Truman Capote.
Las novelas de Nando López son pedazos vitales, fragmentos de esas realidades personales y sociales, y eso siempre estará ahí porque es parte del ser humano, en su más honda expresión de la diversidad y el respeto a las libertades humanas. Este autor, a través de su reconocida producción, da un vuelco a las historias de opresión de colectivos infrarrepresentados, marginados históricamente en la sociedad hasta el punto de hacerlos invisibles; y, contra ese vuelco, no se va a poder luchar, por mucho que desde determinadas posiciones se busque la provocación.
Obras como La edad de la ira son un hemisferio artístico de un tiempo que no se contó y que sale a la luz en forma de testimonio, con todas sus consecuencias, en una era convulsa plagada de transformaciones pero que arrastra los mismos males del pasado. Y es en esa horquilla de consecuencias donde juegan con la verdad determinados medios de comunicación, en una especie de artilugio verbal exacerbado que ningunea las temáticas transversales que se encierran detrás de su creación. Determinada prensa acude, así, a bucear en los sentimientos ajenos como una muestra de vilipendio hacia las conquistas sociales históricas que se encuentran en construcción, y que no van a ser detenidas tan fácilmente. Un sector social concreto continúa ávido de alimentar el sensacionalismo más exacerbado hasta distorsionar esa lucha en la que los colectivos más asfixiados están inmersos desde hace décadas; pero, en esa lucha, no van a cesar, aunque los intenten sacrificar a sangre fría.
Porque la literatura de Nando López es coral, en el pleno sentido artístico de la palabra: su protagonista es plural, colectivo, fruto de un tiempo y una era que se negó; y, sobre eso, no se va a poder rebuscar, porque su fuerza es existencial, casi telúrica, irracional y a la vez, universal. Sus piezas literarias representan las ansias de vida, ese heroísmo de la gente de la calle del que hablaba Walt Whitman en Hojas de hierba. Y es por ello por lo que ningún mecanismo de opresión o manejo vil las va a poder extirpar de los planes pedagógicos de multitud de centros escolares: están en el ADN del progreso, los avances sociales en derechos humanos y, por lo tanto, en el engranaje de las propias leyes garantistas cubiertas por nuestro marco democrático.
Fruto de esta era extrema del centelleo fugaz y voraz a la vez que nos ha tocado vivir, es posible que su autor, Nando López, que es ya una de las grandes personalidades de la literatura contemporánea española, se sienta dolorido por los hachazos amarillistas del reverso de una profesión digna y noble, como es el periodismo.
Ofrecer el brazo para que se agarren bien fuerte y no se quiebren las historias de injusticias que nunca se contaron tiene resultados momentáneos, a veces inesperados, que manchan la labor no solo del gremio de la escritura, sino también del que García Márquez denominó como el mejor oficio del mundo; como expresó Luis Cernuda, “extender entonces una mano / es hallar una montaña que prohíbe, / un bosque impenetrable que niega, / un mar que traga adolescentes rebeldes”. Pero la grandeza de la creación literaria es su extrema capacidad de supervivencia, su carácter imperecedero, su capacidad de refugio y de expresión vital que entronca con caracteres humanos que son energía, expresión pura de un tiempo negado que irradia una fuerza motora que jamás será usurpada.