La literatura existente sobre las relaciones entre justicia social y escuela coincide, grosso modo, en presentar cualquier mecanismo representativo del poder jerárquico que limite las posibilidades de promoción, acceso e igualdad de oportunidades del alumnado, como una forma de injusticia social (Sepúlveda-Parra, Brunaud-Vega, Carreño, 2016).
Esta premisa no resta la relevancia que la educación reglada o de la instrucción formal del docente tienen para la atención a colectivos en situación de riesgo, sino todo lo contrario: la perspectiva necesaria supone darle mayor importancia aún al hecho de que determinadas representaciones jerárquicas y roles puedan conducir de forma simbólica y estructural a la perpetuación de diferentes formas de infrarrepresentación de grupos humanos, lo cual incrementará las desigualdades especialmente en escuelas alejadas de modelos democráticos.
Reconozcámoslo: hay alumnos y alumnas que, por cualquier condición de partida, presentan un mayor riesgo de vulnerabilidad, un mayor peligro de estar o sentirse marginados dentro del sistema o una situación más cercana a abandonar sus estudios de forma precoz, muchas veces sin sentirse nunca entendidos o escuchados. Debido a la prevalencia de determinados sesgos y a ciertas formas de rechazo institucional, en ocasiones no acaparan la atención y los medios que precisan como fórmula de acción basada en el equilibrio y en la participación.
Ello conlleva que se reproduzcan prácticas de la vida cotidiana que no nos son ajenas, en las que los bienes primarios -privilegios- se encuentran en manos de unas pocas personas o de, simplemente, solo una parte de la sociedad. Es ahí cuando se replicarán situaciones de injusticia social, antesala de la exclusión.
Por lo tanto, las medidas educativas que se implanten en las escuelas para lograr la equidad como una estrategia troncal de la justicia social deben superar a través de un profundo cambio de mirada una batería histórica de políticas compensatorias que han resultado de dudosa eficacia en las últimas décadas, ya que se nutren de fórmulas estereotipadas o segregadoras. Para que estas cumplan realmente con el principio de justicia en la escuela, tal y como defiende Bolívar, deben contribuir desde la propia acción del sistema “realmente a mejorar las competencias y la carrera escolar de los alumnos más desfavorecidos, cosa que no siempre ha sido el caso” (2005, p. 55).
Esta eficacia de la escuela para redundar dentro de su ámbito de acción en beneficio de todos sus estudiantes, especialmente de aquellos que quedan en situación de desventaja, necesita, por ejemplo, de la revisión del planteamiento curricular hegemónico, y tender a una organización escolar participativa, diseñada en fondo y forma para situar en el centro -y no en la periferia- las necesidades del alumnado que tradicionalmente ha sido marginado (Connell, 1997).
Resulta insuficiente, para la consecución de estos logros, implantar medidas de discriminación positiva que, en palabras de Rawls “operen en favor de los menos afortunados” (1979, p. 124). El objetivo debe ser, más bien, construir una nueva forma de entender la educación, un proyecto curricular centrado en la reciprocidad y en la colectivización del saber. En este marco de autonomía pedagógica por y para la justicia social, “la cognición no está encaminada a lograr representaciones ‘apropiadas’ de un mundo externo sino que se inscribe en un proceso colectivo de producción de cultura” (Sagástegui, 2004, p. 33): una acción activa, crítica, cooperativa y participativa en el que nadie podrá quedar fuera porque todos y todas formamos parte de ella. Tan sencillo como complejo a la vez, por el cambio cultural que supone.
Impregnar las acciones educativas del sentido y la necesidad de incorporar la justicia social no solo en la propia cultura escolar, sus procedimientos y relaciones, sino también como un medio participativo y forjador de conciencia ciudadana, no es tarea fácil. Implica una revisión honda de muchas prácticas heredadas que es complicado desterrar, por nuestra propia construcción cultural del mundo. No se trata solo de propiciar el éxito desde un punto de vista académico, buscar el mérito o la excelencia o impulsar la mejora para que el alumnado obtenga un título o para evitar la repetición de curso. Se requiere algo más.
Referencias
Bolívar, A. (2005). Equidad educativa y teorías de la justicia. Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación – Volumen 3, Número 2. Recuperado de https://revistas.uam.es/index.php/reice/article/view/5555/5974
Connell, R.W. (1997). Escuelas y justicia social. Madrid: Morata
Murillo, F. J. y Hernández, R. (2011). Hacia un concepto de justicia social. Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación – Volumen 9, Número 4. Recuperado de https://revistas.uam.es/index.php/reice/article/view/4321
Sagástegui, D. (2004). Una apuesta por la cultura: el aprendizaje situado. Revista Sinéctica, número 24. Recuperado de https://sinectica.iteso.mx/index.php/SINECTICA/article/view/282
Sepúlveda-Parra, C., Brunaud-Vega, V., y Carreño, C. (2016). Justicia Social en la Escuela: Representaciones de Estudiantes de Educación Secundaria y Desafíos para la Formación del Profesorado. Revista Internacional de Educación para la Justicia Social. Volumen 5, número 2. Recuperado de https://revistas.uam.es/riejs/article/view/6873/7193
Rawls, J. (1979). Teoría de la justicia. Madrid: Fondo de Cultura Económica.