“La otra primavera, poco después de nacer Lucious, los oía trajinar. Él le tiraba del brazo, y ella decía: Aún es pronto, Fonso. Aún no estoy bien. Él la dejaba en paz, pero a la otra semana, vuelta a tirarle del brazo. Y ella decía: No puedo. ¿Es que no ves que estoy medio muerta?”.
(Alice Walker, El color púrpura)
No voy a hablar -al menos no directamente- de feminismos. Que quede claro. Desde mi posición de privilegios, no quiero hacerlo, ni creo que deba. Por el mismo motivo, tampoco debiera hablar de patriarcado y opresión (es señal de privilegio que esté escribiendo este artículo), pero también creo que es necesario irse posicionando en torno a estos temas, ya que la sociedad, en estos tiempos tan convulsos, necesita formas de activismo reaccionario que combatan cualquier muestra sintomática de rechazo u odio en cuanto a la cuestión de género, en busca de una mejor convivencia.
Llevo un tiempo leyendo y escuchando con atención las voces de los colectivos de lucha que han roto su silencio ante la asfixia a la que han sido sometidos históricamente, y la verdad es que me resulta admirable. Y aún más admirable me parece la batalla emprendida por las personas que han visto o sentido su identidad vulnerada o pisoteada desde posiciones hegemónicas, y que además perciben que personas acompañantes en la lucha contra la opresión y la vulneración de derechos parecen por momentos ponerse en su contra, o al menos no entender el motivo de su lucha.
Aunque respeto profundamente todas estas posiciones, ya que creo que todas estas buscan el reconocimiento o la recuperación de derechos fundamentales, me entristece ver cómo la identidad de las personas entra a debatirse una y otra vez, hasta el punto que erigir el concepto casi como enemigo de la igualdad de oportunidades y de la justicia social.
Que los movimientos antagónicos en sus principios éticos se enfrenten, es normal; siempre ha sido así a lo largo de la historia. Pero que un conflicto que nace del entendimiento que tiene cada persona de su propia identidad cultural o de género acarree disputas dentro de la posición beligerante en pro de derechos vulnerados, me causa tristeza.
En el ámbito antropológico y desde una perspectiva anticolonial, está muy estudiada la idea de que el relato de la diferencia es un relato construido con determinados intereses, un edificio artificial que vamos aprehendiendo en función de nuestros desarrollos vitales; un relato edificado, arquetípico, cimentado muchas veces desde los grupos ostentadores de poder, ya a través de su perpetuación pueden seguir extendiendo su posición privilegiada.
Diversidad y rechazo
El rechazo del otro, desde un orden diferencial, lastra un discurso basado en el respeto a la diversidad. Creo, además, que esta postura (las minorías como diferentes -diferentes en lo negativo-, las personas inmigrantes como diferentes, las discapacidad como marca de diferencia, las personas trans, etc.) está vinculada a una visión patriarcal a la hora de entender el mundo: la parte privilegiada -el varón blanco- saca del escenario a la parte oprimida, con el fin de ocupar todos los espacios y representaciones culturales que se van heredando. Eso es lo que busca el patriarcado.
Opino, así, que los conflictos relacionados con la identidad de las personas no deben avivar o reproducir esta visión mecánica y excluyente de la historia. Si impedidos en nuestras luchas por la justicia social la presencia activa de personas que nos rodean que sufren determinadas marcas de opresión especialmente acusadas -hasta el punto de haber sido relegadas a posiciones marginales repletas de signos de violencia-, estaremos perpetuando un discurso que, interpretado de determinada forma, pudiera dar alas a la pervivencia del patriarcado, al menos en su noción de ser.
Creo que todas las personas creyentes en la moral, la ética y la justicia podemos entender -sin disputas- que la identidad es algo personal, y que ninguna norma impuesta o valor culturalmente heredado debiera impedir su discurrir o su manifestación. Si esto se entendiera no solo de forma individual sino también desde la colectividad, se comprendería mejor la fuerza relacional que pudiera adquirir cualquier brega en ese sentido.
Creo que en las posiciones de los feminismos, los efectos dinámicos, relacionales e incluyentes que pueden darse entre ellos, sí son necesarios, ya que, precisamente en ese flujo, en ese diálogo se fortalecen los papeles inicialmente marginales y diluye la posibilidad de resta, de falta de entendimiento que lleva a dar pasos atrás en la conquista de derechos.
Enfoque relativista en el género
Una mirada desde el relativismo que revise las marcas que la opresión ha dejado en las vidas de los colectivos históricamente excluidos desde cada posición, puede invitar a una relectura de ese activismo dialógico que creo ahora muy necesario.
La visión inclusiva que evite confundir roles culturales heredados con la identidad personal pueden ir desnudando ciertos estereotipos que, por ejemplo, se ligan a determinadas personas según su identidad de género.
No olvidemos, así, que la interpretación binaria del mundo en cuanto al género (dicotomía cerrada “hombre-mujer”) tiene relación con una construcción cultural vertical desde la base de las personas opresoras frente a las personas oprimidas, discurso que a veces parece reproducirse en redes sociales cuando movimientos que van juntos en la conquista de derechos parecen chocar.
Romper, en definitiva, con esas perspectivas de cierto sesgo hegemónico es clave en el derrumbamiento de determinados privilegios, y en eso creo que las luchas de los feminismos contra la opresión patriarcal podrían ir unidas. Al fin y al cabo, el camino del entendimiento es el camino de la unión en la diversidad.