Difícilmente pueda encontrarse un campo que genere tanta controversia como el de la educación. Compartir redes y comunidades digitales permite que la expresión más personal sobre lo que cada uno siente sobre este complejo mundo sea conocida por los demás, a la vez que entramos en debates y discusiones sobre las cuestiones más polémicas que lo atañen: el éxito escolar, las metodologías transformadoras, la segregación, la inclusión, el fracaso, el abandono escolar, la enseñanza en la era pos-COVID, etc.
De una manera u otra, en general lo que leo sobre las opiniones de los demás es que hay una tendencia que empuja fuerte para intentar impregnar el sistema educativo y que se impulse la mejora que muchos ansiamos y que intentamos lograr a través de distintas fórmulas: es la tendencia al regreso a una educación más humanista, una educación basada en el ser. Este enfoque, no obstante, no es novedoso. Así, ya en 1996 el llamado “Informe Delors”, recogía que “aprender a ser” debía ser un pilar de la educación del futuro, una necesidad para las nuevas generaciones ante los grandes desafíos del planeta.
Es una vez más la UNESCO la que, en 2005, a través de su publicación Replantear la educación. ¿Hacia un bien común mundial?, asienta una definición de la educación humanista que será la que en gran parte marque el devenir de la necesaria transformación en los años posteriores, hasta llegar a la actualidad: “el planteamiento humanista aborda el debate sobre la educación más allá de la función utilitaria que cumple en el desarrollo económico. Se preocupa sobre todo por la inclusión y por una educación que no excluya ni margine” (2005, p. 37).
Sin embargo, a pesar de este empuje, aquellos que defendemos que en esta educación humanista, centrada en las personas, en su individualidad, está la clave de la mejora y la transformación, las voces que la defienden son más islotes en un inmenso océano que una voz coral que tenga firme plasmación en las políticas educativas y en el día a día de los centros escolares. Y es que, al final, lo que aparece una y otra vez y de una forma casi cíclica es la losa de una visión utilitarista de la educación, que es estructural, sistémica y que forma parte de una construcción cultural de un mundo occidental que, en muchos aspectos, sigue anclado al enciclopedismo.
En esta visión ancestral, la escuela no tiene solo una visión formadora, sino también uniformadora. Y no es culpa de los docentes, unos profesionales que están también marcados en su recorrido vital, formativo y profesional por esta forma de entender la educación de la que no es tan fácil zafarse, en una sociedad que necesita de resultados y de la justificación continua de los mismos, en una especie de continua rendición de cuentas. Los centros educativos tienen como misión una fundamental el desarrollo, la aplicación y la concreción curricular: si los currículos siguen construidos sobre la base de estándares, contenidos y competencias que clasifican y categorizan al alumnado según niveles que se determinan desde fuera -de acuerdo a determinadas fórmulas estandarizadas de dudosa eficacia-, y no desde el interior de la persona, poco podrá hacer una escuela que ansíe ser democrática, participativa e inclusiva.
Un mundo diverso
Una educación no humanista es un oscuro camino hacia la homogeneidad de procesos de enseñanza en un mundo que es diverso por naturaleza, y no hacia el respeto de las distintas formas de aprendizaje de las personas (Santos Guerra, 2000), en función de cómo sienten su identidad a lo largo de toda su vida; es una educación que valida o invalida a los seres humanos sobre una base dicotómica, más allá de lo que sienten, y con el fin de introducirlos posteriormente en un modelo de desarrollo socioeconómico determinado, que camina al ritmo que organizaciones como la OCDE nos marcan a través de sus pruebas estandarizadas de acuerdo a una clasificación competencial. Todo ello recuerda más a esa concepción “bancaria” de la educación de la que hablaba Paulo Freire que a una educación que haga de niveladora social y que rompa con el determinismo al que están sometidos los colectivos potencialmente marginales por su condición, identidad cultural u origen.
No es casualidad que el arte, la filosofía, la imaginación, la sensibilidad, la empatía o la creatividad no se evalúen como destrezas competenciales en las Pruebas PISA: forman parte de esa educación humanista que no está entre los objetivos del desarrollo pautados desde enfoques neoliberales y que dictan instrucciones socioeconómicas para el campo educativo, con la intención de obtener ciudadanos de utilidad para un tejido artificioso y competitivo que hay que mantener a toda costa y al que algunos llaman desarrollo.
Sobre la teoría y en el papel, esta concepción utilitarista de la educación podría parecer hasta válida e incluso necesaria: al fin y al cabo, cualquier sociedad quisiera formar ciudadanos capaces de incorporarse con éxito a la vida adulta. Sin embargo, esta visión de la educación alejada del humanismo esconde un peligroso mensaje: que no todas las personas pueden superar la barrera que supone alcanzar ese éxito conducente a una vida próspera. Un modelo educativo que necesita que el individuo se adapte a sus presupuestos -y no al revés- tiene poco de educativo, porque no hay prueba ni estudio que confirme que una sociedad que se sustente en una educación no humanista forje a individuos más críticos, libres, empáticos, sensibles o respetuosos, aspectos que deben ser la base de toda la educación centrada en las necesidades vitales del ser humano.
El viraje hacia una educación que fortalezca los principios de diversidad, inclusión, universalidad, así como las relaciones interculturales en la escuela, es tremendamente complejo, pero sigue necesitando de la fuerza de ese activismo que lo empuja desde las gentes que creen en ella. Esas personas que luchan en redes sociales, escriben, publican, divulgan y entran en debate sobre la necesidad del humanismo en educación responden a un movimiento coral que alienta a la esperanza y que lucha contra la adversidad que supone la eterna vuelta hacia una escuela uniformadora que lastra el progreso, tal y como muchos lo entendemos: como la búsqueda de la justicia social también desde el mundo educativo.
Recursos
Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. México: Siglo XXI.
Santos Guerra, Miguel Ángel (2000). La escuela que aprende. Madrid: Ediciones Morata.
UNESCO (2015). Replantear la educación. ¿Hacia un bien común mundial? París, Francia: Ediciones UNESCO. Recuperado de https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000232697