No es tarea fácil. Nos creíamos, ilusos, que con la entrada en vigor del real decreto aprobado por el Consejo de Ministros, la infancia y la adolescencia en edad escolar iba a acudir presurosa a los tiempos de recreo a quitarse con desesperación la mascarilla para respirar, ávidos de reencontrar los rostros y las marcas faciales que identifican a sus amistades. Pero no, no ha sido así: la mayoría sigue con la cara bien tapada.
Estas nuevas generaciones llevan pronto dos años estudiando en colegios e institutos con las mascarillas, junto a su profesorado. Se puede decir que los más pequeños, por ejemplo, casi ni conocen otra cosa. Los planes de contingencia, con sus restricciones, se han convertido en santo y seña de la vida académica de este tiempo pandémico sin precedentes. No contábamos con experiencia sobre lo que era convivir así en las comunidades escolares, con la distancia física, la sectorización y con la faz cubierta casi en todo momento, todo ello bajo la atenta mirada de unos extenuados coordinadores covid.
Esta presión ya es parte de nuestro ADN vivencial y ahora, al aire libre, nos dicen que podemos desprendernos de la mascarilla. Pero esos niños y niñas, a los que la exministra Celaá hace un tiempo calificó de héroes ante la incredulidad de la comunidad escolar, no van a quitársela tan fácilmente.
El pasado curso muchos docentes no vieron la cara a muchos de sus estudiantes en ningún momento; ni tampoco esos estudiantes le vieron el rostro a gran parte de su profesorado pero, aún así, se pudo dar clase, en unas condiciones de calidad didáctica bastante precarias. Este curso iba camino de una situación similar hasta que se les encendió una luz a nuestros representantes políticos (otra más) para que, bajo la hipotética protección del aire libre, se viera otra necesaria luz: la de esas expresiones faciales que, pensábamos, se habían diluido tras las mascarilla y que, intuíamos, iban a mantenerse así durante un tiempo. Nada era sencillo y, ahora, nada sigue siéndolo: muchos siguen con la cara bien tapada.
El rostro de una persona de estas edades es una parte íntima de su identidad, una construcción vital que se edifica en un continuo, a la par que el mundo que nos rodea; en esos rostros, la infancia y la adolescencia se va haciendo y, a la vez, deshaciendo: es el tránsito progresivo hacia la madurez.
Probablemente, con este nuevo giro repentino del guion, la mascarilla vaya a tardar un tiempo en desprenderse de los rostros del alumnado, puesto que ahora, cuando han permanecido agazapados mucho tiempo tras un cubrebocas, es cuando han empezado a ser, a entenderse, a conocerse y a reconocerse en el otro, bajo esas nuevas identidades creadas que ocultan, a la vez, muchos complejos que nosotros, recordemos, también tuvimos a esas edades.
La bajada de la incidencia de la covid-19 no trae aparejada per se una recuperación de la confianza de la ciudadanía. No funcionamos así, y nuestros jóvenes tampoco. La mascarilla en el ámbito escolar, dentro y fuera de las clases, se ha sumado a sus precoces proyectos vitales como un escudo ante el miedo, el desamparo, el desarraigo o la timidez. Y esos rasgos identitarios no se diluyen cuando nos desprendemos de una mascarilla. No es tarea fácil.
El proceso va a ser lento. Esta no es una representación teatral de máscaras que hemos vivido como espectadores en donde, una vez se sube el telón, los actores se quitan sus caretas para saludar, ávidos de aplausos, a su público. No es así. Queda por delante una labor compleja de las comunidades educativas por reinterpretar social y psicológicamente los espacios en donde se relaciona, entre iguales, el alumnado, en su tiempo libre.
Las interacciones físicas, el respeto, el reconocimiento de la diversidad, el valor de la diferencia o la construcción identitaria del cuerpo y, sobre todo, del rostro como estandarte de este, van a ser caballo de batalla de estos próximos tiempos en los que todos vamos a tener que reinventarnos, y para los más jóvenes no será nada sencillo.