Parece asombroso, pero hace no mucho tiempo fue cuando vi por primera vez el rostro de una de mis alumnas de este curso, mientras se sacaba la mascarilla para desayunar en el recreo.
Fue una experiencia extraña, diferente; una especie de reconocimiento personal o incluso alumbramiento, tras tantos meses de clase. Tuve la sensación, en ese recreo, de escucharla hablar por primera vez; fue algo casi mágico, sobrecogedor y triste, al mismo tiempo. No tuvo nada de heroísmo, sino más bien de tragedia, una tragedia que este curso se ha llamado esfuerzo y resistencia.
Estamos casi al final del curso ya y creo que no soy el único que ha vivido con impacto situaciones similares este año: todavía hay muchos docentes que no le han visto la cara a muchos de sus estudiantes; ni tampoco esos estudiantes le han visto el rostro a gran parte de su profesorado. Esos niños, niñas y adolescentes que han sobrellevado esta dura situación no se sienten como los héroes que ve nuestra ministra de Educación, tal y como manifestó en unas recientes declaraciones, sino que son personas extenuadas y deseosas de llegar a casa día tras día para sacarse la mascarilla y, muchas veces, no salir más a la calle esa tarde.
Porque, sí: va a acabar el curso y lo va a hacer sin haber reconocido las expresiones faciales de muchos de nuestros estudiantes. Cuando de casualidad los logramos ver sin mascarilla es cuando los identificamos plenamente y los encajamos en nuestra construcción previa, la que se nutre de la necesaria interacción comunicativa en el mundo de la educación y la crianza.
En estos tiempos convulsos, los docentes de lenguas, además, nos hemos sentido especialmente maniatados en nuestro trabajo. Nuestras estrategias de expresión, diálogo y comprensión, que combinan la necesaria articulación de mecanismos verbales y no verbales de forma simultánea y que tienen mucha relación con la gesticulación facial, se han visto mermados. Al tiempo que la principal representante institucional de la escuela española hablaba de heroísmo, los docentes nos sentimos incapaces de medir el terrible efecto que esta situación tiene para la educación lingüística, especialmente en las clases en donde se trabaja la competencia comunicativa, que debiera ser en todas.
El uso de las mascarillas ha sido necesario y prioritario en el ámbito escolar, no lo voy a dudar. Sin embargo, las posibilidades de desplegar alternativas de aprendizaje ante esta dura situación han sido muy escasas y, al final, los más afectados vuelven a ser los estudiantes que tienen mayor riesgo potencial de sufrir situaciones de marginación, además de aquellos docentes sensibles y preocupados, que han asistido impotentes a esta situación.
Al menos en el confinamiento, los que planteamos clases virtuales tuvimos la posibilidad de escuchar a nuestro alumnado y verle el rostro algunas veces, todo ello en un contexto tremendamente complejo y frustrante. En la presencialidad de este curso que está acabando, que ni siquiera ha sido plena en determinadas comunidades autónomas y en algunos niveles, la distancia física y el uso permanente de mascarillas han dificultado la transmisión y la recepción de la voz. Este es un instrumento que, en su nitidez, es fundamental para que nuestros actos comunicativos tengan la riqueza precisa, en una combinación armónica de mecanismos verbales y no verbales que desplegamos los hablantes como si de una sinfonía perfecta se tratase.
Los docentes de lenguas necesitamos escuchar claramente a nuestros estudiantes para fomentar las destrezas orales de la comunicación, y esto no parece haberse entendido por los que hablan de heroísmo al tiempò que hacen sus intervenciones públicas y sus ruedas de prensa sin mascarilla, con el fin de que el acto comunicativo sea lo más limpio posible.
Pero las realidades de las aulas han sido otras. Los casos de mutismo se han incrementado en un contexto en el que la salud mental de gran parte de la comunidad educativa se ha ido mermando poco a poco. Y en ese contexto se han seguido moviendo multitud de estudiantes con hipoacusia o con dificultades en la articulación de sonidos o con trastornos en la voz, en la fluidez o relacionados con la tartamudez. Tendrá que estudiarse con el tiempo la merma que esta situación anómala ha producido en el aprendizaje de aquellas personas que no entran en una teórica generalidad a la hora de comunicarse de forma fácil, rápida y continua, como algunos pudieran creer.