Leo con atención, y a la vez con cierta inquietud, diversidad de opiniones sobre las hazañas de Rafa Nadal, nuestro icono más admirado, un Aquiles sin su talón en plena era del brillo mediático, como espejo de virtud y modelo de semblanza, obediencia, sacrificio y rectitud para las nuevas generaciones.
Los valores que encierra nuestro tenista más universal cimentan un modelo de heroísmo que recuerda a las virtudes de personajes arquetípicos de la antigüedad. En ellos, humanidad, astucia y valentía se unían en una radiografía de una época en la que, como hoy, se necesitaba de un espejo en el que poder mirarse y a la vez, un modelo que poder admirar para poder seguir el camino. Un atisbo, al fin y al cabo, de esperanza.
Sin embargo, este encumbramiento definitivo de Nadal al olimpo del éxito arremolina a su alrededor cierta tendencia de posiciones preocupantes. Alimentan estas una idea de sacrificio con múltiples lecturas que conviene analizar con sosiego. Estas posiciones desembocan de forma directa en posturas que, de forma cíclica, nos vuelven a arrastrar hacia la llamada cultura del esfuerzo, y a los productos sociales que se consumen y se reproducen en virtud de ella: la disciplina, el afán de superación y el sacrificio personal como un elemento emancipador, aquello que hace del ser humano alguien libre.
Esta visión nos acerca a recuperar el motivo histórico de la obediencia como ingrediente del triunfo personal, una característica que se ha resaltado del tenista: “estuvo dispuesto a obedecer”, asegura de él su tío, Toni Nadal. Pero para indagar en una visión problematizadora de la obediencia, una condición que en sociedades y prácticas educativas se sigue reclamando como requisito de éxito, podemos también bucear en el pasado.
Sumergidos en él, nos encontramos por ejemplo con Antígona, que en la obra trágica de Sófocles fue símbolo de combate y, sobre todo, de resistencia. La heroína griega desobedeció para poder dar cumplimiento a circunstancias no individuales, que tienen más que ver con la colectividad, con la familia y con un sacrificio que, fruto de la mercantilización y la visión pragmática de la vida, parece no entenderse hoy, cuando se defiende esa obligación de no quejarse: aquella que es otra forma de sacrificio, también con enormes costes (Antígona acabó quitándose la vida tras haber sido condenada), y que nos conduce a realizar actos de humanidad, relacionados con el bien común.
Pero la historia literaria viaja hacia otro modelo de héroe; en este caso, es Eneas, el combativo guerrero troyano, el que sí obedece los designios divinos y, tras permanecer un tiempo en Cartago preso de su historia de amor con la reina Dido, siguió su rumbo y prosiguió con el destino que le había encomendado Zeus. Las consecuencias de esa obediencia representaron otro suicido, el de la afligida reina Dido.
Estos ejemplos nos llevan a repensar esta idea de sacrificio, de esfuerzo personal, en un momento histórico en el que los colectivos sociales que mayor riesgo de exclusión sufren siguen presentando signos de marginación sin contar con un «entrenador personal» que atenúe su carga.
Hablarles a ellos de mérito y esfuerzo y que vean en Rafa Nadal ese ejemplo necesario, ese molde heroico que imitar, puede suponer una tendenciosa generalización que perjudica a aquellos que arrancan de una posición desigual, construida a través de marcas, estereotipos e imágenes heredadas que los hacen partir siempre, en la vida, de una situación de desventaja.
Y el problema no es que no se necesite esfuerzo, afán, disciplina o sacrificio en la vida; claro que son vértices necesarios para el progreso, en lo educativo, en lo social, en lo personal o en lo familiar. La cuestión es que vuelve a preponderar un discurso cíclico sobre las construcciones culturales basadas en la cultura del esfuerzo, que puede resultar injusto y desigual para aquellas personas golpeadas desde el arranque de sus vidas.
El mundo moderno no es el de la Antígona que desobedeció ni el del Eneas que obedeció, cierto; pero tampoco lo es el del deportista victorioso que tiene en la rectitud y el sacrificio las claves de su heroísmo. O al menos no solo de este. El éxito que se necesita también hoy es el de la cotidianeidad, el de los pequeños triunfos, el de los avances sociales que perecen ante el torbellino de los privilegios. El del deber institucional que sucumbe ante la obediencia que emana del pueblo, pilar de una democracia, que grita en la derrota por esas pequeñas conquistas nunca alcanzadas, en su familia, en sus empresas, en el colegio y con los maestros que guían a las nuevas generaciones.