Nunca sabré ser profesor

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Lo confieso: nunca sabré ser profesor. O al menos no del todo. Y creo que no soy el único.

Cuando entramos en un aula, la partitura compuesta en todo intento previo de planificación se descompone, se hace añicos en una forma de ajetreo pueril que jamás supimos prever, simplemente porque era imposible. Es un compás habitual, un designio de lo que significa poner en un escenario real algo tan complejo como es dar una clase. Ni más ni menos. 

Las competencias del cuerpo docente son una pieza clave en la modernización de la educación, eso nadie debería dudarlo. Estas llevan aparejadas una necesaria y constante retroalimentación pedagógica, que no se culmina del todo en ningún momento de la carrera profesional, y me atrevería a decir que en ningún momento de la vida: un buen docente nunca llega a ser del todo el docente que realmente desea ser, y es ahí donde radica la humildad pero a la vez la grandeza del trabajo que realiza. Es lo que tiene de admirable ser profesor.

En esa línea de necesario regeneracionismo de esta agitada labor, el Ministerio de Educación y Formación Profesional del Gobierno de España lanzó hace poco un documento de trabajo y negociación sobre la reforma de la profesión docente. Un informe que incluye 24 propuestas variopintas, muchas centradas en el acceso al cuerpo y otras en los escasos incentivos y en un atisbo de regulación de la formación permanente. Entre ellas, en concreto, ha suscitado una marcada polémica la propuesta vinculada al establecimiento de una prueba de acceso a Grados en Educación Infantil y Primaria. 

Más allá de centrar el debate sobre la discutible necesidad de seleccionar para cursar estos estudios a aspirantes que demuestren determinadas destrezas antes de entrar a la carrera, sorprende que esta, en una profesión, reitero, tan compleja, convulsa y cambiante, se plantee de forma paradójica como requisito previo a iniciar la formación inherente a un trabajo de estas características. 

Los docentes siempre estamos y estaremos inmersos en un proceso de cambio permanente ante la variabilidad de los contextos en los que nos desenvolvemos, por las singularidades de nuestro desempeño profesional. Y eso, en una criba como antesala al acceso, no se puede medir ni en su lejanía. 

 Toda esa mutación constante se da en un panorama en el que no se dispone de un marco horario para esa imprescindible autorreflexión, y mucho menos para la investigación; se da a pesar de ese agarrotamiento que supone la falta de alicientes laborales para seguir progresando y ser, así, mejores docentes. Ese replanteamiento vital del proceso formativo docente dilatado en el tiempo, en una evolución, queda otra vez en una segunda fila, escondido en una recámara recóndita en la que no interesa escudriñar. 

Porque, no nos engañemos: nunca se es del todo profesor, y menos en una sociedad inhóspita en donde siempre se cuestiona nuestro desempeño hasta hacer preguntarnos entre nosotros si cumplimos de forma digna con nuestra labor, y en donde los incentivos a la progresión son prácticamente nulos. En este ambiente contrario y apabullante, el docente no puede construirse a sí mismo, por sí mismo y a su manera; no podrá erigir de forma genuina los conocimientos que le permitirán un ejercicio adecuado de su práctica, a pesar de que, desde fuera, se le exija hacerlo para que siempre esté a la altura de esas circunstancias que le tocó vivir. 

La maraña burocrática y legislativa que atenaza la labor docente y amarra a sus profesionales a través de mecanismos de control diversos que ponen en duda su valía se une a la falta de tiempos y de espacios reales para la mejora. Y son estos elementos los que la evidencia académica ha señalado como los motores de esa necesaria modernización laboral: la formación comunitaria, reflexiva, contextualizada y ajustada a las necesidades de cada perfil, unida a la estimulación del trabajo cooperativo que, reconozcámoslo, sigue ausente.

La vorágine educativa nos conduce al panorama de la inmediatez, de lo huero, de la vacuidad y del apresuramiento ante todo lo que hacemos perseguidos por un reloj que apremia, que nos lleva casi a no dejarnos ayudar y a dejar para el final a veces incluso lo más importante: el contacto directo con el alumnado y la reflexión conjunta y crítica sobre la praxis, en una especie de sobremesa que nunca termina de cuajar y que se rinde ante la cíclica monopolización del saber. 

Porque eso es ser docente y, a la vez, nunca será suficiente lo que hagamos para ser ese docente que se nos pide. Y por ello, yo, perdido en una hojarasca que nos aturulla y nos deja arremolinados contra las esquinas de la sociedad, vendido en medio de un fracaso colectivo que hemos revestido de eufemismos para poder sobrevivir, nunca creo que termine de aprender a serlo. 

2 comentarios en «Nunca sabré ser profesor»

  1. Suscribo y aplaudo Lo que creo que es el centro de la reflexión: el maestro o profesor está siempre en constante evolución, siempre aprendiendo. Añado que cuando crea que ya llegó a la meta, estará empezando a retroceder.
    Enhorabuena!

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  2. No soy Profesor, soy un profesional híbrido, que dentro de todos sus estudios y como desempeño profesional, optó por abrazar la docencia universitaria. Me he formado … y a sido bastante (siempre falta y faltará) pero cada vez que ingreso a una sala, (o en la actualidad me conecto a una video conferencia), todavía me pongo nervioso, ansioso, alerta, me angustia dar una mala clase, que no se comprenda o por último no impacte con algo. Así han ido pasando los años, más de 20, y me fui dando cuenta que necesitaba de eso … y ahora … espero que ese nerviosismo nunca desaparezca.

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