¿Somos o no somos libres cuando damos clase? No lo somos. En ninguna esfera de nuestra vida, aunque haya determinadas tendencias ideológicas que, en el disfraz de una posmodernidad centelleante que intenta eclipsarnos por doquier, nos hayan querido vender que sí lo somos.
Tampoco somos libres, claro está, los docentes en el ejercicio de nuestra profesión; ni siquiera en el marco de la tan espoleada libertad de cátedra, un exultante principio constitucional de nuestra democracia que surgió para abanderar la autoridad pedagógica y darle independencia, pero que se queda en una declaración de intenciones en el marco de unas fronteras que, analizadas detenidamente, pueden parecer razonables.
La libertad de cátedra se limita, en un engranaje legislativo tan complejo y retorcido, a ser una ilusión óptica con sabor añejo que no protege a los docentes en su ejercicio didáctico, puesto que siempre estarán en el filo de la navaja, a riesgo de que entre en colisión con tan traído adoctrinamiento, espoleado por las políticas educativas más rancias, o cualquier otra ley o norma que además pueda quedar especialmente resguardada por el principio de interés superior del menor, y más en el caso de los niveles más básicos de la enseñanza.
La libertad de cátedra nos regaló, a todos los que pasamos por la universidad, momentos memorables de determinados profesores y profesoras que tuvimos, eso es cierto, muchas veces en una muestra palpable de desvirtuación de este principio: ese docente que jamás renovó sus materiales o que se limitaba a dictar apuntes sigue ahí, en nuestra memoria, como parte de una interpretación sesgada y, sobre todo, interesada (y hasta cierto punto acomodada), de esta libertad amparada en el artículo 20 de la Constitución Española.
En enseñanzas medias, la libertad de cátedra es, en la actualidad, un ejercicio descafeinado y a veces insulso a causa de esa pérdida de autoridad moral del docente por el deterioro de su imagen social, que casi se limita a cuestiones tan elementales como, por ejemplo, si un docente da clase sentado o de pie, o si un día recurre a una fuente digital y otro a un documento en papel; poco más.
Además, el engranaje curricular, a través de la propia descripción de los criterios de evaluación -prescriptivos también, no lo olvidemos- ofrecen de forma implícita y transversal todo un despliegue metodológico que dirige la praxis del docente y la orienta hacia la consecución de unos objetivos, también curriculares. No somos libres, pues, puesto que en nuestros currículos, hay mucho de metodología, aunque no se explicite bajo un epígrafe. Difícil manejar en esas condiciones del juego, pues, ese principio.
¿Entonces el docente tiene que asumir que trabaja absolutamente maniatado en el terreno de las metodologías que utiliza en el aula o cualquier cuestión vinculada a su praxis? No del todo: hay un atisbo de esperanza en el llamado principio de autonomía de los centros.
El proyecto educativo de cada escuela y el modelo de liderazgo del que el equipo directivo lo quiera impregnar resulta fundamental para creer en una nueva concepción de la libertad de cátedra, más acorde con los nuevos tiempos: esa libertad que permita construir entre todos los profesores y profesoras de un centro un ideario metodológico diverso, un escenario mutable y adaptado a los nuevos tiempos, a la idiosincrasia concreta de la escuela, del contexto y de la identidad de cada miembro de esa comunidad educativa. Porque sí, en ese marco de la confrontación de saberes, de la cooperación didáctica, del encuentro entre distintos opiniones, pareceres y del debate pedagógico que ahora escasea en los claustros, siempre en busca de la equidad y el equilibrio de las desigualdades de acceso, debe moverse la nueva idea de libertad de cátedra, siempre dentro de las disposiciones legales.
Y es así, cuando el docente se siente partícipe de un proyecto común, construido sobre los ladrillos que él mismo puso un día, como puede perderse el miedo ante el ruido que provocan nuestras pisadas en el aula, unas pisadas que, hagamos lo que hagamos, nunca estarán desprovistas de un determinado matiz ideológico, por mucho que nos empeñemos en intentar ser neutros o equidistantes.
La libertad de cátedra entendida así, siempre y cuando se proteja a través de la concreción curricular que cada escuela perfile de forma minuciosa y si se debate con el resto de la comunidad educativa para que esta pueda conocer lo que supone y -por qué no- hacer sus aportaciones, es el eslabón que nos permite ejercer nuestra profesionalidad con sentido, responsabilidad y un nuevo significado de autoridad que jamás se relacione con ninguna jerarquía, sino con el valor pedagógico y social que tiene nuestro trabajo frente a otros.
Pero es la reconstrucción colectiva de esta nueva idea de autoridad pedagógica y moral la que debe amparar esta nueva visión de la libertad de cátedra y no al revés: una sociedad que se desangra ante problemas estructurales en su edificio no puede hablar de un modelo de libertad efímero, vacuo y volátil hasta que las políticas educativas y sociales sea garante de esas libertades que sí están protegidas en nuestras leyes.