Aprendizaje discontinuo

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Lo discontinuo es aquello que se interrumpe, que es intermitente. Cuando un proceso cognitivo se ve frenado, puede conllevar dispersión, desconcentración y, por lo tanto, no conseguir los efectos deseados. Nos pasa, por ejemplo cuando en casa procuramos adentrarnos en la trama de un libro y, de repente, nos vemos sumidos en las continuas distracciones de una vida familiar frenética que no nos permite casi un momento de esa intimidad intelectual que se necesita para disfrutar con una obra artística.

En la educación formal ocurre algo similar: muchas veces siento que la escuela, especialmente de un tiempo a esta parte, se ha llenado de un ruido más dañino de lo habitual que provoca que el aprendizaje se convierta en un acto con muchísimas interrupciones y paréntesis, como si de un bombardeo publicitario se tratase al intentar ver algo por televisión. Y es algo muy preocupante. 

No me refiero tanto al ruido del pasilleo constante, al lógico revuelo de los recreos o a los frenazos que sufrimos en nuestra actividad diaria cuando ocurre algo repentino que debemos atender y, por lo tanto, dejar otras tareas fundamentales que estábamos haciendo. Ese “ruido de aula”, ese frenetismo inherente a nuestro trabajo y que provoca un alto grado de dispersión también, está en el ADN de estos tiempos convulsos y complejos en donde estamos rodeados de interrupciones. El sosiego en la educación es, hoy, algo más que una necesidad pautada,y se ha convertido en una quimera irrealizable fruto de un frenesí nos conduce a grandes cotas de deterioro de nuestra salud mental, además de la innegable pérdida de la calidad de nuestro trabajo.

En este caso concreto aludo en especial a las paradas continuas en el proceso de enseñanza propiciadas sobre todo por la covid, que provocan que el aprendizaje sea más discontinuo que nunca, una merma que es preciso analizar y cuantificar de forma urgente. Atrás queda el panfletario lema “la educación no para” de los orígenes de la pandemia. Este encerraba un mensaje de falso optimismo que nos hemos encargado, con el paso del tiempo, de desenmascarar, para poder sacar a la luz las grandes fracturas que se tapaban cuando, recuerden, solo se hablaba de brecha digital. Qué ilusos éramos. 

La pandemia ha incrementado los índices de absentismo en alumnado y profesorado; unas ausencias más que justificadas que han propiciado que se multipliquen los escenarios educativos y se rompa todo intento de ajustarse a la continuidad de una programación didáctica. Docentes, familias y alumnado, en este clima de incertidumbre, sobreviven como pueden;  se echan al hombro sus condiciones de partida, en esa mochila que todos cargamos en forma de experiencia, cultura y aprendizaje, pero que en el fondo esconde también el drama de los que no tuvieron la oportunidad de proveerse en su origen de recursos para evitar la marginación y la exclusión. 

En un contexto en el que el cuerpo docente acumula ausencias a cuentagotas, bajas de corta duración que no son cubiertas por las administraciones públicas porque no cumplen con determinados requisitos, los recursos humanos con los que cuenta cada centro escolar, en forma muchas veces de voluntarismo o capacidad de entrega, vuelven a tapar los agujeros de una planificación que no vio venir la complejidad del día a día en una escuela maniatada y sin tiempo para darle continuidad a lo más importante: la que hace que el alumnado aprenda y progrese.

Una ausencia de un docente, que es abordada por un compañero que estaba de guardia o que tenía otros labores, no cubre las necesidades educativas de este continuo llamado aprendizaje, ya que es el docente titular, o un afín especialista que tenga cierto margen de maniobra, quien mejor conoce los perfiles de un aula en donde la complejidad nos absorbe. 

Soluciones como la creación de bolsas de docentes itinerantes agrupados por ámbitos geográficos o por especialidades que puedan cubrir de forma presurosa esas bajas de corta duración no han llegado casi a ningún punto de nuestra geografía y, créanme, se podría haber previsto desde los órganos de planificación escolar, ya que esto que vivimos no es algo nuevo para nosotros, como sí lo fue en aquellos meses fatídicos de 2020. 

Y todo ello por un motivo fundamental: la equidad solo se garantiza si, de partida, la continuidad del proceso de enseñanza-aprendizaje se ve interrumpida lo menos posible porque, si eso ocurre, quienes más van a pagar las consecuencias son aquellos estudiantes que más riesgo de vulnerabilidad sufren. 

La buena voluntad de colaboración en la escuela, el incremento de recursos tecnológicos para trabajar en el aula y en casa o una excelente organización de las guardias de un centro escolar, en el momento social más difícil en décadas, no son acciones suficientes para hacer de la educación un acto que, cuando se vea alterado lo más mínimo, no deje en la cuneta a los que se quedaron en este camino de aprendizaje que ahora, más que nunca, es discontinuo.

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