Las clases particulares quiebran el sistema. Lo despedazan y llevan a la mínima expresión el objetivo principal de la escuela pública, que es la universalización de los aprendizajes para que todos los estudiantes, independientemente de su condición, alcancen su máximo potencial.
Ha tenido que llegar un estudio promovido por EsadeEcPol, una entidad privada, para, de forma paradójica, alertarnos de una de las consecuencias de la mercantilización de la enseñanza, en donde subyace, una vez más, el negocio que hay detrás de esta forma de atender las dificultades del alumnado, fórmula a la que recurren las familias cuando entienden que hay una situación de emergencia, y convierten este gasto en prioritario.
Cuando éramos pequeños, si recuerdan, para los que crecimos en los ochenta y noventa la clase particular de apoyo era la receta mágica; el elixir pautado incluso por la educación reglada para paliar las carencias en destrezas fundamentales, especialmente en áreas consideradas instrumentales como las matemáticas, el inglés o la lengua española. Ya se hablaba entonces de la palabra “sacrificio” como aquello que justificaba un gasto incontestable en el hogar, un ajuste en ocasiones imprevisto en la economía doméstica del que no se podía prescindir. Era ese último intento para intentar evitar la repetición, el fracaso y la desidia. Un grito casi a destiempo contra la desmotivación, contra el abandono.
Han pasado cuarenta años y seguimos en el mismo lugar y, según ese estudio, incluso en España con una línea creciente en el presupuesto familiar destinado a esta finalidad, lo cual es bastante preocupante.
La clase particular, el apoyo de tarde, el refuerzo que nos ofrece un allegado y el tiempo extra guiado por un especialista que socorre a nuestros hijos e hijas fuera del horario escolar, siguen en pleno siglo XXI considerándose como la mejor fórmula para solventar las desigualdades estructurales, ya que supone un parche, una solución de primera necesidad que atiende a lo que debiera atender la educación formal: la particularidad de cada estudiante. Y eso es, se mire por donde se mire, una señal de alarma educativa. Un signo de estancamiento social que destapa nuestras vergüenzas, aunque no lo queramos admitir.
Pero los datos siguen ahí: las brechas sociales y estructurales siguen quebrando el sistema y los esfuerzos para que esto cambie, materializados en un torbellino de reformas legislativas, resultan infructuosos; esta quiebra sigue actuando de falla que arroja al precipicio a los más vulnerables, en cuyo abismo se abandera el mensaje de la compensación de las desigualdades como bandera de la equidad, cuando justamente lo que provoca es lo contrario, camuflado todo bajo múltiples tapices que rezuman impotencia.
Porque lo injusto y cruel es que el origen, la condición y la singularidad de cada estudiante es la que marca el destino educativo de muchas personas, y la clase particular no es sino un último aliento de esperanza para sus familias. Estas, apesadumbradas, no logran encontrar respuestas en la atención escolar reglada que reciben sus hijos e hijas, los supuestos beneficiarios de unos recursos públicos que, año tras años, son arrojados en un precipicio de incertidumbre.
La perpetuación del negocio de las clases particulares tiene un universo variopinto que se ramifica desde la noble voluntad del recién titulado que intenta ganarse la vida y que vende sus destrezas y conocimientos como atisbo del fracaso de un sueño, hasta la gran empresa que genera multitud de beneficios y que se lucra con los altos índice de fracaso a los que seguimos asistiendo. De una forma u otra, sea la que sea la voluntad que encierre, asistimos al bochornoso espectáculo de la ruptura del sentido de la escuela, jalonada por una comunidad docente desbordada por tener ingentes cantidades de estudiantes a su cargo y que destila impotencia y frustración cada vez que los dejan hablar.
La existencia de las clases particulares sigue siendo, así, una radiografía, un espejo del complejo tiempo que nos ha tocado vivir; un tiempo en el que la educación no es aquello que, como decía Freire, podía ser una eficaz fórmula de intervención en el mundo, sino que, ante sus desmantelamiento, parece haberse convertido en lo contrario: un bien intervenido, asfixiado, maniatado y quebrado, en cuyo lamento resuenan las voces de los desposeídos: aquellos que son arrojados a encontrar el éxito escolar según el aguante del bolsillo de sus padres, lo cual reproduce prácticas de la vida cotidiana: los bienes primarios -privilegios- se encuentran en manos de unas pocas personas o de, simplemente, solo una parte de la sociedad, la que es capaz de recomponer lo andado a golpe de transacción económica.