“Arriba, que llegas tarde”. “No olvides la mascarilla”. “Ponte la nariz por dentro”. “Si te sientes mal, me avisas”.
Expresiones como estas las escuchan nuestros hijos e hijas todos los días. Además, siguen oyendo las que ya eran habituales antes -y que nosotros a esas edades también escuchábamos-, que se centraban en la obligación de estudiar, de sentarse a hacer los deberes por la tarde o de colaborar en las tareas del hogar. Todo eso, mezclado en una tintura policromática repleta de estrés y desasosiego, se ha convertido en parte de la cotidianeidad de muchas casas.
Salen de su burbuja hogareña diariamente, acicalados unos, más desaliñados otros, y se dirigen al colegio o instituto, su otra burbuja, donde ya no está su lar familiaris que los protege. Allí les han dicho que están seguros, que tienen vigilancia permanente y un sinfín de protocolos a medio activar por si pasa algo. A clase, es lo que toca: hay que labrarse un futuro mejor y hay que estar enteros y entusiastas para ello. Allí conviven, además, con sus amigos, su red y su colchón para ablandar la caída. En el fondo, eso es lo que sienten como su verdadera burbuja. Ahí, entre sus iguales, sus confidentes, es donde se sienten libres.
Los sanitarios, quemados hasta la saciedad, se llevaron aplausos, más que merecidos. Reconocimiento público para intentar atenuar su injusta carga. También han sido reconocidos otros colectivos, pero la infancia y la adolescencia siguen ahí, al pie del cañón, cumpliendo su cometido, su rol de agente pasivo, cubriendo con un exiguo paraguas el chaparrón que les está cayendo. Ahora no votan ni pueden quejarse casi, pero, tranquilos: “todos hablarán de nosotros cuando hayamos crecido”, se dirán. Al fin y al cabo, y como se suele decir, son el futuro, ¿no?
La versión más asfixiante de la realidad que estamos viviendo tal vez se la estén llevando, junto a nuestros mayores, los más jóvenes de la sociedad: los que acatan a rajatabla y sin rechistar en las aulas las normas que cambian semana tras semana, los que tienen que estar seis horas al día pegados a una ventana abierta bajo temperaturas inhóspitas, a los que se les exige rendimiento y cumplimiento a la vez, a los que se les vende seguridad y se les vigila permanente, en el momento paradójico en que también su desarrollo vital les obliga a aprender a socializar. Preguntémosles si quieren ser adultos y, si nos dicen que no, les diremos que estén tranquilos, que ya tendrán madurez y capacidad de decisión el día de mañana, una familia, unos estudios, un trabajo, y una vida próspera. Y podrán votar. Es en ese momento cuando los políticos sí hablarán de ellos, y lo harán simplemente por eso: porque habrán crecido.
Mientras tanto, su silencio resulta hasta cauto, honroso, comedido y necesario. Los parques se cierran en medio de ese mutismo y los bares se mantienen abiertos en mitad del jolgorio, pero no importa: algún día entenderán su sacrificio emocional. Es por su bien, por el bien común. Pero ese “bien común” se transforma en alarma y necesidad individual, singular, en cada caso de desajuste psicológico que nos encontramos en unos centros escolares que no cuentan con recursos de apoyo para atajar la situación.
Pero las escuelas son seguras, nos dicen, porque hay quien considera que ahí se fabrica no solo ese colchón de protección ante el virus, sino también ante los latigazos de una sociedad injusta que oprime, de nuevo, a los más débiles. Pero no es así, no engañemos más a la sociedad: desde la educación formal no podemos ofrecer seguridad ni asegurar protección ante eso, aunque sí un impás de escucha, de comprensión y de empatía hacia los menores que tenemos a nuestro cargo, un impás que ahora es más necesario que nunca. Al menos eso queda como consuelo para esos chicos y chicas desbordados, pero no es suficiente.
La educación, por más que nos lo hagan creer, no puede con todo, y menos en un momento en que se encuentra sobrepasada en sus funciones, perdida sin rumbo. Busca su aliento en unas comunidades educativas en cuya unión, una unión que no termina nunca de llegar, encuentra su único atisbo de esperanza. ¿Y los jóvenes? Su salud emocional, ¿dónde queda? Pues en ese futuro incierto, en esa forja de horizontes que buscamos tras los nubarrones, en ese mañana que no es efímero como en aquel poema de Machado, sino que es parte del hoy, por mucho que lo queramos disimular.
No sólo falta aplicar la ley y tener recursos, falta también mucha concienciación y cambio de mirada de los docentes….