La inclusión sigue en una caverna. Más de una década después de que la educación inclusiva, a través de su incorporación al ordenamiento jurídico español, pasara a ser de obligado cumplimiento en todo el ámbito nacional, la atención escolar de las personas con discapacidad sigue metida en una cueva oscura. Los avances son tremendamente escasos.
La poderosa influencia que el sistema educativo ejerce sobre la mirada que realizamos de la diversidad marca el enfoque de un modelo aún segregador, que separa a las personas en función de sus capacidades: a aquellas que llevan la etiqueta del prefijo dis- las sume una y otra vez en la más profunda oscuridad, como si de un torbellino cíclico se tratase.
El modelo educativo español, a pesar de los avances que en el papel están declarados en la LOMLOE, viene marcado de raíz por los prejuicios que ya se establecen a priori y que la sociedad acepta sin más, porque nunca ha sido de otra manera. Así, hemos construido un modelo de convivencia social y culturalmente desigual, por cuanto que las personas con determinadas diferencias tienen que ser atendidas en otros espacios, unos lugares en donde presuntamente van a estar mejor. Y las que son atendidas, a fuerza casi de voluntarismo, en los centros ordinarios, carecen muchas veces de los recursos que precisan.
Así, en un modelo educativo que permite casos de discriminación y segregación estructural a través de diferentes mecanismos simbólicos u organizativos, que son denunciados por familias de forma reiterada, es fácil que las personas caigan en el hábito de ejercer una mirada de la discapacidad “desde fuera”, desde la extrañeza e incluso la lástima que provoca lo desconocido ante nuestros ojos, mirada que lleva a dejarnos influir fácilmente por estereotipos manidos. Pensamos, así, que el alumnado con discapacidad está mejor atendido en ese otro espacio, en esa “caverna” sin una luz compartida desde donde no pueden ver otras realidades, porque en los espacios comunes, los lugares compartidos -las escuelas del día a día, no hay recursos suficientes para ellos; nunca ha sido una verdadera prioridad que sea de otra manera.
La educación pública española, de esa forma y a través de ese patrón estructural, incumple sistemáticamente el artículo 24 de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, aprobada hace quince años e incorporada al ordenamiento jurídico español en 2008.
A pesar de que un Informe realizado por las Naciones Unidas en 2017 recoge que España perpetúa en su modelo educativo un patrón estructural de exclusión y segregación discriminatorio, las diferentes leyes y reformas educativas desde esta fecha mantienen la existencia de los llamados centros de educación especial; allí son desviados niños y niñas de todas las edades con determinadas necesidades educativas específicas cuyas adaptaciones se apartan significativamente del currículo para que, con los recursos humanos y materiales adecuados, sean atendidos de acuerdo con sus características. Todo ello mientras nos llenamos la boca hablando de una educación personalizada que reconozca y atienda a la diversidad en unos espacios comunes compartidos dotados de suficientes recursos y en donde se genere interacción social, aprendizaje dialógico y valores democráticos.
Las continuas violaciones de derechos de uno de los colectivos más vulnerables se producen, así, cada día, mientras una parte de la sociedad prefiere mirar para otro lado y, otra, clama justamente por la dotación de los recursos necesarios a los centros ordinarios, con el objetivo de que allí puedan ser atendidos todos los niños y niñas independientemente de sus características. De esa forma, se contribuiría a derrumbar esa visión de aislamiento social que pervive en relación a las personas con discapacidad. Pero ese clamor no fructifica en esos avances que representan la modernización definitiva del sistema educativo.
En la mano de las autoridades públicas está articular los mecanismos necesarios para que se garantice la inclusión en el ámbito educativo; ello tiene que materializarse con la optimización de los centros escolares públicos, garantes de este derecho básico, y su completa transformación en centros inclusivos, tanto en infraestructuras como en recursos materiales y personal especializado, para que familias, docentes y alumnado no se sientan abandonados en este arduo camino.
Los gobernantes y gestores tienen la obligación legal y moral, por lo tanto, de impulsar el desplome de esta caverna en la que vivimos sumidos hace décadas, y que salga así a la luz una nueva visión de la diversidad acorde con el siglo XXI:
Las etiquetas y los prejuicios son el denominador común para la clasificación de los humanos. Parece que no se entienda a una persona, sin ser etiquetada.
No voy a entrar en debates estériles de las las Instituciones Educativas y los continuos cambios, poco sustanciales y sin ningún tipo de relevancia, salvo la mercantilista. Yo pongo mi mirada en el alumnado, familias y docentes, son los verdaderos pilares de la Educación de las niñas y niños.
El enfoque principal está en la familia que acompañada por la Escuela, tiene mucho que hacer, cada una en el lugar que le corresponde. No usurpando funciones, sino acompañando y creando expectativas de excelencia para el alumnado, con amor, comprensión y no desahuciarlos porque le hayan puesto la etiqueta de «Discapacidad»
Desde mi humilde opinión, pruebas estandarizadas, que se aplican para etiquetarlos, sin que el alumnado tenga ningún vínculo afectivo con ese profesional, que le pasa una o dos pruebas y no son, dede mi punto de vista nada fiables. Aquí entran muchos factores.
En nuestras manos está que esto continúe así, o también necesite un revolcón.