Pervive en la praxis docente una cultura metodológica no basada en resultados, sino en creencias e intereses. Son convicciones incrustadas en lo más profundo de la cultura profesional, que nos llevan bien a perpetuar modelos anacrónicos de una escuela del pasado en la que crecimos, aprendimos y de la que salimos como supervivientes, o bien a vestir de innovación todo aquello que resulte novedoso y sugerente.
Por un lado, y a pesar de que se implantan cambios y, sobre todo, que la divulgación educativa en red ha dado pasos importantes, un modelo académico homogeneizante ha echado raíces en el sistema. Y lo ha hecho hasta el punto de que en la organización escolar parece imposible desterrar prácticas y modelos segregadores que siguen concibiendo la diversidad como un hándicap que hay que atender o reconducir: en un enfoque curricular cerrado, el diferente representa un desvío de la norma que hay que “tratar” para lograr la uniformidad, todo ello bajo el paraguas de determinadas alusiones a evidencias siempre utilizadas de forma sesgada para ahuyentar todo avance.
A pesar de que está demostrado que estudiantes y docentes aprenden mucho más trabajando con personas diferentes en función de su origen, características cognitivas, capacidades o condiciones sociofamiliares diversas, una parte de las comunidades docentes sigue entendiendo que el profesional educativo tiene que acumular conocimientos para transmitirlos a una generalidad que no existe sino en nuestras construcciones previas categorizadoras. Esta cultura dominante, apoyada a veces en creencias y otras en una distorsión agitadora de lo que es científico o no aplicado a la educación, ha dejado en la historia fuera a miles de niños y niñas en situación de exclusión o vulnerabilidad, pertenecientes en su mayoría a colectivos infrarrepresentados que tienen en la educación la única esperanza de cambio.
Señero es también el eterno enfrentamiento dicotómico tradición-innovación (ya dice Irene Vallejo en El infinito en un junco que “las batallas entre la vieja y la nueva escuela son muy antiguas”). Este juego de contrarios confunde al profesorado, lo agarrota en torno a lo que ya sabe o hace —aunque no dé los resultados esperados— y lo sumerge en un elevado clima de incertidumbre, además de en una enorme dispersión en las propuestas de mejora.
Dentro de esa disyuntiva, es también significativo el otro extremo: la moda disfrazada de innovación educativa eficaz, perpetrada en torno a discursos sustentados en una forma de coaching educativo que nos conduce a “innovar por innovar”, sin preguntarnos sobre hasta qué punto esas actuaciones educativas impactan en un beneficio social o colectivo. Y eso también es preocupante.
Este marketing educativo, asentado en el sistema desde hace décadas, puede haberse nutrido para su aparición de la desesperanza. El desaliento que a veces se percibe ha podido conducir, en primer lugar, a posturas inmovilistas (lo tradicional es innovador, sin más) y, en segundo lugar, a una preocupante posición contraria: la proliferación de fórmulas esnob de innovación que pudieran desvirtuar los principios de la escuela y ante las cuales, como ocurre con las posiciones conservadoras, debe mantenerse una perspectiva crítica ante sus cuestionables apotaciones al problema de la inequidad educativa, entre otros.
Las ocurrencias apoyadas en discursos seductores han desembarcado con fuerza en la escuela, como ejemplo de los efectos de la “educación bancaria” de la que hablaba Paulo Freire en Pedagogía del oprimido. Los artificios verbales de una retórica vacía con escasa capacidad de transferencia a otros contextos para poder universalizar el éxito marcan los efectos de una porción más de la presencia del neoliberalismo en el sistema educativo. Y esta ha cultivado en la posmodernidad su hábitat perfecto para que se viralicen, sin haber estudiando aún de qué manera contribuyen en el alumnado a su aprendizaje, así como a la convivencia e interacción humana en contextos diversos.
¿Cómo saber, por lo tanto, qué práctica escolar, llámese innovadora o no, es la que podemos incorporar a nuestro trabajo diario más allá de lo que reluzca? Tenemos que tener en cuenta que las contribuciones de la alfabetización científica y la actualización pedagógica docente son siempre beneficiosas. Así, cuando vayamos a una formación, leamos alguna publicación o escuchemos alguna ponencia sobre educación, debemos preguntarnos: ¿está probado que mejora los resultados en contextos diferentes? ¿Qué resultados sobre su impacto ha arrojado la comunidad investigadora sobre esta práctica o proyecto? ¿Facilita proyectos de cambio encaminados a la equidad, el valor de la diversidad, la emancipación o la justicia social? ¿De qué manera?
Esas ideas o propuestas que nos llegan o que se expanden hoy en día sobre todo en redes sociales tienen que ser cuestionadas desde un punto de vista reflexivo y crítico —la perspectiva problematizadora de la que habla la pedagogía crítica—. Todo ello siempre desde la incertidumbre que rodea a lo relativo a las ciencias sociales y de la educación. Para esto siempre tenemos que estudiar con cautela qué hay exactamente detrás de cada propuesta educativa que nos llegue en cuanto a criterios como su eficacia y su funcionalidad, así como sus elementos de análisis, revisión y valoración, todo ello desde el enfoque de las pedagogías de la inclusión, principio rector de la educación actual.
Por todo ello, no se trata solamente de ganar terreno —de forma forzada— al modelo educativo tradicional con experiencias llamadas innovadoras. Estas, si se llevan a cabo, tienen que contribuir a aumentar las posibilidades de éxito real dentro de una transformación cultural de los centros educativos. Tienen que desvincularse, así, de las posiciones detractoras de todo cambio, situada en un polo opuesto, cierto, pero coincidentes en una forma de retórica educativa basada en ideas o relatos, y no en experiencias replicables que aseguren el aprendizaje de todos y todas, así como la superación del fracaso escolar.
Aportaciones con base sólida desde la pedagogía, la psicología del desarrollo y del aprendizaje o la epistemología, dentro de los principios de la inclusión, la cooperación, el respeto a la diversidad, la convivencia democrática, la construcción social del conocimiento o los espacios escolares como comunidades solidarias, son fundamentales para distinguir el grano de la paja en un campo tan serio como el de la educación.
La cultura de innovar por innovar está arraigada en muchos centros escolares, temerosos de «quedarse atrás» o deseosos de dar buena imagen. Como dices, es un rasgo postmoderno englobado en la crisis de las instituciones sólidas, como la escuela. Buen artículo y meditadas conclusiones. Si no se es consciente de la cultura escolar (profesional, como la llamas), no hay reflexión posible, o al menos, que dé frutos tangibles.
De acuerdo con lo que comentas. Debido a ello, la formación de los futuros docentes es importante. Hay que variar el sistema actual en el que predomina la formación académica instaurada en el pasado.
Sin formación propia del docente poco se puede innovar, primero enseñar y luego innovar.
Actitud y exigencia mejoran los resultados