Mientras esperamos a que lleguen los ansiados paracaídas educativos, por ejemplo en forma de bajada de ratios o incremento de la presencia de más de un docente en las clases para trabajar de forma colaborativa, entre otros, uno de los caminos más eficaces para diseñar nuestras sesiones desde una perspectiva inclusiva es convertir el aula —y los centros escolares en general— en una gran red de apoyos e interacciones de aprendizaje.
En los espacios educativos ordinarios de una escuela pública se encuentran estudiantes de distintas capacidades, de diferente origen y procedencia socioeconómica. Es una representación de la diversidad, en todos sus matices, en busca de la ansiada nivelación social; una riqueza inigualable, a pesar de los contratiempos y la dificultad que supone trabajar por la mejora de la convivencia en un panorama tan complejo. Transformar el sentido de esta diversidad y convertirla en fortaleza no es tarea fácil, puesto que la diferencia en muchas ocasiones se asocia con dificultad, sobre todo cuando esta es de gran envergadura, por cuestiones estructurales, personales o por una desigual condición de partida: la diversidad vista, en definitiva, como un problema.
Por eso, uno de los principios básicos para hacer de nuestras aulas un tejido de interacciones donde todos se enriquezcan aprendiendo unos de otros es el de la construcción de un entorno abierto, cooperativo y solidario, basado en el respeto y el reconocimiento del valor de las distintas identidades que se relacionan a través de un trabajo común.
El alumnado muchas veces nos lo dice: “profe, queremos clases más participativas”. Y así es: a medida que se va avanzando de curso y se acerca el tan temido Bachillerato, sienten en muchas ocasiones que determinadas clases parecen más una demostración de lo que el docente sabe que un tejido de relaciones en donde los estudiantes encuentran significatividad a lo que se enseña y a lo que se busca aprender.
Una perspectiva homogeneizante de la enseñanza (enseñar para una generalidad o una uniformidad que no existe más allá de nuestras construcciones mentales) ha sido durante décadas el acicate perfecto para que las dinámicas individualistas triunfen en organizaciones escolares que han tenido en la segregación la solución perfecta para que solo caminen hacia el éxito los elegidos por su condición de partida. Sin embargo, multitud de avances de la investigación en psicología, sociología de la educación, antropología y pedagogía en general demuestran la importancia que tiene para el desarrollo humano el intercambio en comunidades solidarias, donde el enriquecimiento mutuo y el diálogo permanente entre iguales es la clave.
Esta visión supone la superación de la visión del currículo como un elemento prescriptivo cerrado e inflexible, un instrumento básico para hacer una programación que siempre hay que cumplir férreamente. Como todos sabemos, ya no es así: la propia LOMLOE, así como su desarrollo en el engranaje curricular de los distintos puntos de nuestra geografía, desgrana la importancia de fortalecer el tejido que representa la autonomía pedagógica de los centros, por tanto en cuanto es el contexto particular lo que determina los objetivos y saberes que deben trabajarse y concretarse a lo largo de un curso.
Paulo Freire, en Pedagogía del oprimido (1970), nos anticipó el concepto de educación problematizadora, vinculado a la idea de “dialogicidad” y participación comunitaria para superar lo que él llamó la “educación bancaria”, esto es, “el acto de depositar, de narrar, de transferir o de transmitir conocimientos y valores a los educandos, meros pacientes”. Esa perspectiva problematizadora, que ha sido desarrollada durante décadas por distintas ramas de la pedagogía crítica, nos ha permitido ir superando esa visión ancestral de una escuela que en gran parte sigue en las raíces del sistema, como institución depositaria en exclusiva de un saber universal que se transmite de manera unidireccional al resto de la comunidad; una forma de jerarquía que hace que el engranaje del sistema funcione, sí, pero que se pone en jaque al diseñar los modelos de aulas proactivas y colaborativas que más evidencias de éxito arrojan en la práctica.
Las conquistas legislativas en derechos sociales de los colectivos más marginados e invisibilizados de la historia colocan las instituciones escolares de nuestra era como espacios privilegiados para desarrollar dinámicas de cooperación y encuentros a través de experiencias educativas como los grupos interactivos, las tertulias dialógicas, las entrevistas dirigidas o el acompañamiento entre iguales. Todo ello para desarrollar una especie de “ecología del aprendizaje” en donde los unos se apoyan a los otros, en busca del equilibrio social.
Al igual que las comunidades de prácticas y las redes de colaboración docente han hecho avanzar los modelos formativos hacia iniciativas menos técnicas o teóricas y más participativas, el aprendizaje en las aulas tiene más posibilidades de consolidarse o universalizarse si trabajamos en torno a equipos de trabajos y dinámicas de roles basados en la interdependencia, en los que el grupo no avanza si no aporta todo el conjunto.
Termino con una anécdota: hace unas semanas, un estudiante se me acercó con la intención de comunicarme que chicos y chicas se estaban uniendo para dinamizar una asociación de estudiantes dentro del centro. Iban a comenzar a reunirse en los recreos y a trabajar en torno a sus derechos y reivindicaciones para mejorar el centro y la educación. Su educación. Les di, por supuesto, todo mi apoyo y los animé a que contaran conmigo cada vez que lo necesitaran, para llevar a cabo su iniciativa. Así fue: les puse en contacto con la administración educativa y ya su propuesta de asociación estudiantil está a punto de arrancar.
Totalmente de acuerdo. En mi época de docente activo Paulo Freire y Rodari, fueron dos de mis grandes maestros. Un buen artículo que nos da unas pautas para mejorar en una sociedad más igualitaria.