Pronto alcanzo dos décadas en la profesión docente, con un grueso importante en equipos directivos de centros escolares, y nunca me he encontrado en este tiempo con un profesor o una profesora que no entienda la programación didáctica como un documento abierto y flexible.
De hecho, ya no concebimos estos documentos que se consideran parte de la burocracia educativa sin los famosos ajustes que debemos ir haciendo en función de las circunstancias que se dan a lo largo del curso, y de hecho es obligatorio hacerlos: de lo que al principio tenemos en mente, cuando hacemos nuestra declaración de intenciones en el arranque, a lo que vemos después en el desarrollo del periplo escolar, hay una gran diferencia.
Es curioso, pero los currículos, publicados en los decretos regionales y reales decretos ministeriales, no solemos entenderlos de la misma forma. De hecho, nos gusta concebirlos como herramientas prescriptivas y cerradas en el sentido más estricto. Así nos instruyeron para ser docentes y así nos desenvolvemos en nuestra profesión. Es más, me atrevería a decir que así es como nos sentimos a gusto: necesitamos “cumplir” lo que entendemos como la norma superior. La concreción (curricular) ya luego es otra cosa.
Pero la LOMLOE rompe los esquemas de la comunidad docente cuando presenta estos textos normativos como documentos más abiertos que en reformas anteriores y sujetos en gran parte a la autonomía pedagógica de un centro. Sí, hay unos descriptores operativos, unos saberes básicos, unos criterios de evaluación, unas competencias específicas y un perfil único de salida, pero, las voces más reaccionarias, dentro de sus críticas, han detectado cierta ambigüedad e incluso vaguedad en la redacción. «Es que lo dejan todo muy abierto», se suele decir. ¿Qué hay detrás de este pensamiento? ¿Qué ha ocurrido en este cambio de una ley a otra?
A mí me gusta decir que la labor de un profesional de la educación es como la de un orfebre que trabaja el metal —el contenido, el saber— junto a su alumnado para darle forma en lo individual y colectivo a la vez. También, de un tiempo a esta parte, me gusta usar otra analogía: la de una persona que se dedica a la traducción de textos. El acto de traducir supone tender puentes: se trata de acercar un discurso textual a un más amplio sector de la población, limitado en este caso por una barrera idiomática. Decía hace no mucho en una conferencia la escritora Irene Vallejo: “Al traducir las obras, partimos de la diferencia para reivindicar la cercanía”. Cuando transformamos el currículo en un documento abierto, vivo y flexible al uso de diversas herramientas para hacerlo accesible a todo tipo de estudiantes, estamos de la misma manera reivindicando la cercanía: que cada alumno o cada alumna haga del currículo una vivencia suya, personal.
La ordenación y desarrollo curricular es el timón de nuestro trabajo, la directriz que hay que democratizar para convertir los saberes en algo universal, es decir, en un bien común que llegue a la mayor cantidad de población posible, con todos los medios a nuestro alcance. Una concepción cerrada y uniforme de los currículos impide, si no hacemos las flexibilizaciones al contexto de la forma adecuada, que colectivos que siempre se han quedado fuera del éxito escolar puedan acceder a una construcción plena de sus conocimientos.
Por eso, el eje curricular novedoso son los saberes básicos: “básicos” en cuanto que se desarrollarán de manera diversa en función de las singularidades de cada estudiante. La labor del docente, pieza clave de este engranaje (el puente necesario en este ejercicio de democratización) es ahora más importante si cabe: es él o ella quien conoce a su alumnado (su potencial “público lector”, si seguimos con la analogía de la traducción), por lo que solo desde su posición el currículo podrá mutar, revisarse y flexibilizarse para dar lugar a una inclusión plena y como respuesta a la diversidad de perfiles.
Y esto tampoco es tan novedoso: ya desde hace mucho es frecuente escuchar a un sector amplio de profesorado decir eso de “nunca me da tiempo a acabar la programación”: esa era una pista de que el entendimiento de nuestra planificación docente no estaba siendo la adecuada. Pues con el currículo ahora pasará igual: nunca podrá abarcar la totalidad del saber, pero sí debemos, a través de su concreción, poner al alcance de todo estudiante las herramientas imprescindibles para seguir indagando en él a lo largo de su vida en función de los caminos que vayan recorriendo (educación permanente).
En definitiva: democratizar el saber es entender los currículos no tanto ya como normas inmutables, sino como herramientas dinámicas de trabajo que favorezcan la interdisciplinariedad y la conexión con los contextos en los que se desenvuelve el alumnado. Los enunciados que aparecen en estos textos, por lo tanto, no tienen sentido sino en la puesta en práctica de situaciones en donde el alumnado active lo que ya sabe y lo integre en la construcción de los nuevos saberes.
Interesantes palabras. Junto a lo que comentas tiene que haber un «Director de Orquesta», un equipo directivo que haga que todo el centro camine en la misma dirección