Desconexión entre etapas educativas: ¿qué está ocurriendo?

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Hace unos días fui invitado a pasar un rato con alumnado universitario, en concreto del Grado en Pedagogía. Eran en concreto estudiantes de segundo curso de carrera.

Regresar a la misma Universidad de la que fui alumno me trajo gratos recuerdos y a la vez me hizo recuperar el impacto de tener unas ratios tan altas: más de cien estudiantes en una única asignatura, ni más ni menos, ávidos en mayor o menor medida de saber qué les puedo contar en menos de una hora sobre el día a día en un centro escolar. ¿Se quejan de ser tantos para un solo profesor? Sí, y con razón: vamos a hablarles a ellos y ellas de la personalización del proceso de enseñanza-aprendizaje, a ver qué nos cuentan. 

Si recupero en mi memoria aquella época como universitario, me impacta ver ahora, a diferencia de otros tiempos, a multitud de jóvenes enfrascados en sus móviles y portátiles durante una sesión de clase. Era algo que me esperaba, me lo habían contado, pero para los que damos clase en ESO y Bachillerato, en donde aún resuenan todo tipo de prohibiciones en torno al libre uso de dispositivos electrónicos en los chicos y chicas, resulta chocante, no lo voy a negar. 

Aún así, este encuentro con alumnado de la asignatura de Innovación Educativa del Grado de Pedagogía para hablarles, según acordamos su profesor y yo unos días antes, de los cambios educativos y la realidad en los centros, resultó para mí una emocionante puesta en escena repleta de giros de guion: durante este rato, hablamos con cercanía y tono conversacional de la LOMLOE, de docencia compartida, de los ámbitos, de inclusión, de si existe o no la vocación docente, de la autoridad ¿perdida? del profesorado, de la inequidad, del diseño universal o del arraigo de la cultura profesional, entre otros temas. 

Mi experiencia esa mañana fue muy grata, y espero que la de ellos y ellas también. Procuré que reinara el ambiente ameno y distendido de un encuentro sin tramoya tecnológica en donde yo también aprendí mucho de sus preguntas y reflexiones; ese fue mi compromiso cuando acepté estar y ese fue el sabor de boca que me quedó. Pero este encuentro también ha vuelto a forzar en mí el pensamiento sobre la gran desconexión que existe entre las distintas etapas educativas, y lo interesante que sería poder institucionalizar estas fórmulas sin que eso suponga que unos y otros nos escapemos casi a hurtadillas de nuestros lugares de estudio o puestos de trabajo. 

Sigo pensando, y tras esa jornada más todavía, que hay un gran eslabón aparentemente insalvable entre cada peldaño académico, y que al final los profesionales de la educación nos pasamos una parte de nuestra vida tirándonos los trastos los unos a los otros sobre lo que se debería hacer de otra manera siempre en la casa del vecino y no en la nuestra: en nuestro hogar, el patio permanece siempre limpio e impoluto a pesar de que por épocas arrecie el mal tiempo y la polvareda —o polvacera, como decimos en Canarias—. 

La cultura colaborativa entre centros y entre etapas es prácticamente inexistente. Las instituciones escolares siguen entendiéndose como búnkeres en donde cada cual va a “hablar de su libro”, sin percatarnos de que muchas veces se aprende más observando, escuchando y trabajando con el otro, por muy lejos que aparente estar, que retroalimentándonos en bucle dentro un mismo recinto o, lo que es peor, dentro de un aula, con nuestras virtudes y vicios heredados. 

Y no hablo solo de coordinación, que es evidente que, por ejemplo, entre la etapa de Primaria y Secundaria, debe existir (el alumnado que pasa del colegio al instituto es el mismo antes y después del verano que hay entre medias del cambio de centro). Me refiero también al recelo profesional que nos lleva a no querer ser parejas pedagógicas de quienes trabajan extramuros y, lo que es peor, a pretender enraizar en nuestro imaginario clichés peyorativos sobre su praxis, que además vamos propagando con facilidad en nuestros entornos y redes sociales. 

No me hace falta pensar demasiado si me preguntan por cuáles son, en el contexto donde trabajo, los encuentros y espacios en los que se ven las caras docentes de diferentes etapas: las llamadas reuniones de distrito (colegios e institutos cercanos, agrupados por la administración educativa bajo la supervisión de la inspección de zona) y en las reuniones de coordinación de las pruebas de acceso a la universidad. Y tengamos en cuenta que estos encuentros suelen plantearse como una especie de rendición de cuentas en la que los temas sobre los que debate están prefijados, con un tono solemne e informativo predominante. Poco más. 

Y es así, con esas dinámicas encorsetadas de alejamiento, como se perpetúa el perenne enquistamiento entre etapas e incluso el rechazo hacia lo que realizan profesionales en otros contextos —es palpable ahora, por ejemplo, el desprecio al trabajo que se hace en muchas Facultades de Educación—, bajo el paraguas muchas veces del desconocimiento o de la escasa capacidad de autocrítica. 

De todos modos, me quedo, del debate que mantuve con el alumnado del Grado de Pedagogía, con muchos aspectos positivos que me invitan a repensar el acto educativo. Reconocieron, por ejemplo, durante la charla, el valor de una escuela democrática y participativa, abierta y empática ante las injusticias; una escuela que remarca la función social que tiene el docente de hoy en día. Añoran también más contacto con las aulas, con los centros; más presencia nuestra en sus facultades y más práctica pedagógica en los procesos de construcción y organización de las escuelas que los rodean. Y las facultades, los institutos, los colegios y los responsables de la res pública no pueden permanecer ajenas a ese requerimiento. Me dieron, así, una humilde lección de lo que es “presentar” de verdad. Praesentāre, en su etimología latina: “poner de manifiesto”, y no exponer diapositivas para que otros escuchen o se sumerjan en sus móviles, lo habitual en muchas ponencias. 

Me preocupó también que sigan identificando en la figura del docente la pervivencia a cuentagotas de modelos ancestrales que siguen alejando a discentes de las ganas de aprender. Como contrapartida, reconocen también que hay un deterioro en el respecto hacia la labor del profesional de la educación que es digno de revisar en nuestros ombligos, para estudiar por qué ocurre. 

Echan de menos, en definitiva, lo que ahora se está haciendo con la remozada formación profesional, donde se convierte en núcleo central la práctica y el acompañamiento en empresas.

Una formación docente «dual», si lo queremos llamar así, al inicio y permanente, que revierta esa manida concepción de un profesor enmarañado entre teorías y teorías sobre la educación, ensimismado en su Power Point o esquivo ante la riqueza metodológica que nos puede aportar la conexión con los que dan clase en otros niveles, aunque entiendan la educación de otra manera.

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