El discurso de la vocación docente

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El discurso de la necesidad de encontrar nuestra vocación vinculada al desarrollo profesional individual, y casi como parte de nuestra identidad, no es nuevo; viene de bastante atrás.

Recuerdo que, de pequeño, me enseñaron en la escuela a “trabajar conmigo mismo”, en una especie de autoterapia, una supuesta vocación, con el fin de darle sentido a mi vida. Era como si la definición de aquello a lo que nos queríamos dedicar laboralmente tuviera que formar parte de nuestra identidad y de nuestro desarrollo. Una inclinación que formara parte de nuestro ADN. 

Una vez, un maestro de finales de la EGB dedicó toda una clase a ir sacándonos uno a uno a la pizarra, pero no para resolver un ejercicio o un problema, no, sino para explorar en nuestro interior y preguntarnos públicamente, delante de los demás, por nuestra vocación: médicos cirujanos, abogados, maestros… ese día recuerdo que fueron desfilando una a una todas nuestras aspiraciones individuales para progresar en la vida y tener un futuro próspero. O al menos eso es lo que pensaba.

Cuando me tocó mi turno, recuerdo que me costó responder. Titubeé y mostré dudas a través de frases entrecortadas, por lo que rápidamente el maestro me interpeló y me dijo: “si no encuentras tu vocación individual, es más probable que te vaya mal en la vida. Piénsalo bien y seguro que la encuentras.” En ese momento sonó el timbre y me fui a casa. 

Pasé unos días pensando sobre ello. Fueron días o semanas de inquietud y pesadumbre; incluso recuerdo que ese proceso de búsqueda interrumpía mi sueño, me inquietaba. Era como si algo estuviera fallando dentro de mí, algo que además me hacía sentir mal: tenía trece años y aún no había encontrado mi vocación. 

Pero un día esa supuesta “luz interior” empezó a brillar y, haciendo cábalas, logré encontrar cuál debía ser la inspiración que guiase mi vida, mi progreso: como me gustaba escribir, pensé que mi vocación era el periodismo. Además, ya desde pequeño me gustaba la figura de Gabriel García Márquez, y quién mejor que él para representar ese ideal que marcara mi camino en el futuro: había encontrado mi vocación profesional, aquello que podía hacerme mejorar como individuo, como persona. Esa pieza que le faltaba al puzle de la construcción de mi identidad. 

Pero el tiempo y diferentes vicisitudes vitales (encuentros, cruces, necesidades, experiencias…) truncaron esa vocación y, de repente, me vi ejerciendo la profesión docente. ¿Había defraudado a mi yo adolescente?  ¿Me había equivocado en mi vocación? ¿He fracasado en la construcción de algún tipo de desarrollo profesional que no es coherente con algún tipo de principios interiores? 

Lo siento, pero no, no creo que existan los docentes vocacionales, ni tampoco los no vocacionales. Hay mejores y peores profesionales de la educación (está claro que estos últimos dañan la profesión), eso sí, pero no creo que esto esté vinculado a una especie de mentoría emocional en la que se ha convertido la búsqueda de la vocación, como si ahí estuviese el remedio a todos nuestros males. Y lo creo porque el ejercicio de nuestro trabajo no pùede estar condicionado por ese idealismo que se nutre de concebir la educación como una tarea individual e individualista en la que además debemos atenuar nuestras debilidades siguiendo a guías en forma de entrenadores espirituales en sus charlas, para que nos ayuden a explorar en nuestro interior y encontrar la vocación. 

Nos hemos creído la leyenda de que la docencia es una profesión vocacional. Y nos la creímos porque nos la han vendido bien, como una necesidad más del mercado, la necesidad de seguir la cadena de producción y de mantener la educación dentro ese ciclo de emprendimiento personal e individualismo en el que se ha convertido la escuela en la versión más feroz del capitalismo. 

Y así, en ese entorno de crisis y precariedad en la que nos siguen insistiendo en que el problema de nuestros males está en nuestro interior, surgen amplificadas las voces inspiradoras de aquellos que nos enseñan, en una especie de ejercicio de promoción comercial, a modelar nuestra vida para ser mejores por fuera y rendirle cuentas al sistema. 

El momento en el que el mundo laboral entró a querer formar parte, con este tipo de ejercicios, del proceso de búsqueda identitaria, se comenzó a quebrar gran parte del sentido de nuestra existencia como colectividad. El ser humano es ser en función de sus relaciones con los demás, de las reivindicaciones del conjunto, de su capacidad de llegar a acuerdos en una comunidad diversa, en las interacciones y el diálogo para la construcción colectiva del conocimiento y las culturas. 

Sin embargo, muchos programas educativos y su impacto mediático nos siguen vendiendo en gran parte esa idea homogénea de vocación vinculada a la idea de entrega, de sacrificio personal, de rendición de cuentas con nosotros mismos y con el sistema, y de desequilibrios que sostienen la cadena de producción y privilegios en la que se ha convertido el entramado educativo. Y no es baladí que esos programas se vinculen a la imagen de una persona (lo individual), a un producto mediático hecho para vender una idea que también aterriza de forma unívoca en lo individual: la que se nutre de que en cada uno de nosotros, una vez más, vuelven a estar los males de la sociedad. 

Y es entonces cuando las políticas sobre fracaso laboral legitiman su discurso en la idea de culpabilizar a las personas de su inacción, engrosando así las listas del desempleo, las ventas de libros de autoayuda, la penetración socioeducativa de las pseudoterapias y las peticiones de auxilio a especialistas ante los consiguientes desórdenes psicológicos. 

La profesión como marca de identidad individual, sin ningún barniz de conciencia colectiva, desvirtúa el origen de muchos de nuestros problemas y reivindicaciones como grupo y asienta la cultura del “laissez faire, laissez passer” (“dejen hacer, dejen pasar”) en la que el individuo es la unidad básica (tiene que encontrar su vocación, porque, si no, fracasa): es, en esa ideología, el único responsable o promotor del cambio y, por lo tanto, quien atenta contra el desarrollo y el progreso, desviando así el foco de atención del origen de las desigualdades y la injusticia social. 

Y vuelvo al principio. En aquel día de clase, salimos uno a uno a la pizarra para ser interrogados sobre nuestra vocación. Pasé unos días envuelto en malestar, pero encontré esa vocación que quería el maestro y la compartí. Al final, el tiempo me colocó en otro trabajo en el que, con todos mis defectos, intento desempeñar mi labor lo mejor que sé, a la par que aprendo cada día del contacto con las familias, con el alumnado y con el resto de docentes.

Me quedo ahora reflexionando sobre el sentido no de que hayamos salido aquel día a la pizarra para hablar de eso, sino sobre el acto simbólico de que lo hayamos hecho de forma individual. Por algo será.  

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