Ingrid Mosquera (@imgende), profesora e investigadora de la Universidad Internacional de La Rioja, es de esas profesionales que, en distintas intervenciones, ha resaltado el valor de Twitter como comunidad de aprendizaje informal: una red en la que diferentes voces se entrecruzan y se conectan para conformar la expresión coral de lo que es este tiempo convulso marcado por el reconocimiento de la diversidad, además de la necesidad de respetar la pluralidad de opiniones y, en concreto, formas de entender el difícil arte de educar: todo ello, al fin y al cabo, supone aprendizaje.
Dentro de esa comunidad coral e interactiva, @profadelengua preguntaba hace no mucho sobre cómo explicar en su departamento lo que era la evaluación formativa y continua. A colación de su tuit, poco después @maestradepueblo capturaba una imagen de una cuenta de Google Classroom en la que se observa la planificación de una semana con cuatro exámenes diferentes para alumnado de 2º de Primaria, con el fin de invitarnos a reflexionar sobre nuestra práctica docente: esto, desde luego, no es evaluación continua.
El adjetivo “continua”, cuando aparece acompañando a la palabra “evaluación” para matizar su significado, viene a significar proceso, evolución, intercambio de información, medición en el tiempo, en la metacognición. El sustantivo “continuidad” es, según la RAE en su primera acepción, la “unión natural que tienen entre sí las partes del continuo”. Por lo tanto, lo continuo se nutre del vínculo de la reciprocidad, y es lo que le da sentido también al acto educativo. ¿Puede, así, la programación preponderante de exámenes tradicionales escritos en una misma materia a lo largo del curso (y muchas veces en un corto espacio de tiempo) garantizarnos esa retroalimentación y enriquecer el aprendizaje?
Lo voy a intentar explicar con una analogía literaria: si el estudiante es un lector, este puede, ante una obra literaria, tener un rol pasivo o, en cambio, tener una intervención activa en la construcción de la trama (básicamente lo que es la narrativa moderna): en la evaluación continua el alumnado también precisa de la interacción constante en el contacto con el docente y con sus iguales para aprender. Es en esa construcción, en ese puzle de interconexiones sociales, donde el alumnado aprende.
Hay un relato corto de Julio Cortázar, que tal vez conozcan, titulado “Continuidad de los parques”. En él, y sin querer adelantarles mucho si no lo han leído, puede explorarse el sentido de la continuidad: diferentes espacios y tiempos que se entrecruzan, que “dialogan entre sí”, en un ejemplo de multiperspectivismo y metatextualidad. Así es también la evaluación continua: una oportunidad para el diálogo educativo. La única, de hecho: lo que le da sentido a nuestro trabajo.
Un examen tradicional de preguntas y respuestas difícilmente garantiza ese viaje de ida y vuelta que es la evaluación, que es el aprendizaje. Es improbable que permita darle continuidad a esos parques (esos espacios y tiempos narrativos o de aprendizaje) de los que hablaba Cortázar en su cuento. Recordemos que Ingrid Mosquera resalta precisamente en sus #CharlasEducativas el valor del encuentro, del diálogo, justo lo que no es una prueba escrita en la que el estudiante se enfrenta de forma unidireccional a un folio para volcar lo que ha sido capaz de estudiar –de memorizar muchas veces–, con escaso grado de comprensión y menos de reflexión.
Me dirán que eso dependerá del tipo de examen, claro. Y sí, es cierto: hay exámenes más alejados de la praxis de la evaluación continua que otros, no lo voy a negar. Y no solo el examen, sino lo que el docente haga antes y después, porque realmente no estamos evaluando solo en la aplicación de un instrumento, sino también en los procesos previos y posteriores al mismo.
Prueben a devolverle el examen corregido al estudiante, lleno de anotaciones resaltadas en rojo y con una nota; todos lo hemos hecho y lo seguimos haciendo multitud de veces. Se habrán percatado de que el alumnado no se fija demasiado en las anotaciones, en las correcciones, sino en la traducción numérica como resultado mecánico del proceso. En ese caso, la evaluación formativa la representan nuestras observaciones, nuestras correcciones, nuestras anotaciones, y es en lo menos que se fijan, por mucho que intentemos que esto no sea así. Sin darnos cuenta, hemos transformado algo tan complejo como el acto de educar en un número.
Esto demuestra que no hemos logrado dotar de sentido al proceso evaluador, al menos en los instrumentos escritos más tradicionales, y cuando es este lo que realmente forma a la persona. Por inercias heredadas, hemos hecho del estudiante una “máquina reproductora”, un eslabón más de la cadena mecanicista en la que hemos convertido como sociedad al sistema educativo: un entramado jerarquizado, burocratizado e incluso judicializado en donde casi todo está en entredicho, casi todo está controlado. Y, en ese ambiente, hablar de evaluación formativa es tremendamente complicado.
Aunque pueda resultar paradójico, los docentes nos apoyamos en lo que no es evaluación continua (amontonar multitud de registros, de pruebas medibles) para apoyar lo que es la evaluación continua si fuese necesario, por ejemplo ante una reclamación. Las familias, que también crecieron en esa inercia, así lo dicen muchas veces: si mi hijo suspende, quiero ver los exámenes que lo demuestren. Y es así como alejamos la educación de su sentido primario: ese encuentro nutrido del valor dialógico de la interacción docente-discente, discente-discente, docente-docente, al final, deja paso a la conversión de la educación en una fórmula por y para la vigilancia.
Pero hay que alejar nuestra escuela de esas inercias que contaminan y distorsionan el valor de la evaluación continua, la que se da en un proceso mantenido en el tiempo; la que se observa en un progreso, un entramado plural que solo puede ser medible a través de distintos instrumentos que además no presenten barreras en el acceso para las personas que parten de cualquier condición adversa. Y no solo instrumentos escritos, sino también aquellos que se forjan a través de la interacción oral (tertulias, debates, entrevistas, puestas en común…): todo ello enriquece el aprendizaje del estudiante, mucho más que un mecanismo de control escrito basado en preguntas y respuestas que no forja ese diálogo integral y relacional que es la educación.
Sé que el contexto no es sencillo. Sé que las ratios elevadas y la burocracia no invitan a esa construcción colectiva que es la evaluación en un continuo, en una evolución mantenida en el tiempo.