No podemos transformar la educación, pero sí coger un libro

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Es curioso pero, en clase, cuando abordo distintas temáticas presentes en obras literarias de épocas variadas, una novela que suele llamar la atención al alumnado de la ESO es Niebla (1914), de Miguel de Unamuno.

En concreto, a pesar de su complejidad sienten mucho interés por el conocido pasaje de su final, plagado de metatextualidad, en el que el protagonista, Augusto Pérez, va en busca de su creador, su autor (el propio Unamuno), para suplicarle que no lo mate, que lo deje vivir .”Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir!”, le gritaba. Tal vez se identifiquen con su audacia, con el atrevimiento de ese personaje arquetípico que se rebela contra su destino y que trazó multitud de horizontes literarios desde la antigüedad hasta la era contemporánea. 

El destino y la lucha frustrada contra un final implacable marca la vida de docentes y estudiantes, que bien pudieran ser ejemplos de antihéroes en la sociedad moderna. El profesorado, en concreto, vive sumergido en una continua cuenta atrás, como si dentro de una trama novelesca se encontrase, una trama de la que conoce un desenlace del que no logra zafarse; sobrevive en una vorágine que lo eclipsa, lo llena de requerimientos y lo hace sentirse continuamente juzgado y controlado por una especie de narrador omnisciente, para alcanzar metas en las que, de repente, se ha visto sumido, atrapado por ese destino. La sostenibilidad, la Agenda 2030, las competencias digitales… todo eso que se encierra dentro del ambicioso proyecto global de «transformar la educación», que rodea y apremia al docente hasta la extenuación, y parece abocarlo, asfixiado por las exigencias de una sociedad que lo deja de lado, hacia un clímax que intenta evitar a toda costa.

En esa trama, convive con su alter ego: el libro, soporte de culturas, historias y formas diversas de entender el mundo que se ve emborronado ante la vorágine de la digitalización, buque insigne de las actuales políticas educativas. Y en medio de ese torbellino, en el pulmón de ese desasosiego que supone cada clase, las bibliotecas de aula van cediendo espacio en pequeños rincones ya casi invisibles, a la par que confundimos buscadores digitales con fuentes de documentación o incluso con autoridades académicas.

Los espacios físicos de lectura en las escuelas van siendo doblegados ante la presencia imperante de pantallas interactivas con las que comienza a crecer la infancia en la era de la plenitud de las TIC. Y todo en ese tiempo en el que, como dice Irene Vallejo en su ensayo El infinito en un junco, “la línea que separa nuestras mentes de internet se está volviendo cada vez más borrosa”; ese tiempo en el que, mediante esa materia prima, nos dijeron que la educación debía transformarse, abandonar el papel y ascender al ritmo de una nueva época vertiginosa y fabril por un río muy distinto al que recorrió el coronel Kurtz en El corazón de las tinieblas, pero con una simbología similar. 

Es paradójico y a la vez inquietante que se venda como un triunfo socioeducativo que un niño aprenda antes a moverse por las ventanas de una pantalla digital que por las páginas de cualquier libro. Esta forma de entender el aprendizaje y la educación parece sacada de una distopía de Ray Bradbury, un escrutinio fatal como aquel que llevó al cura y al barbero a condenar a la hoguera una parte de la biblioteca de Don Quijote, para intentar apartarlo de la locura.

Pero ahora las cosas han cambiado. El idealismo del personaje de Cervantes, al que sus allegados intentaban alejar de las historias que encerraban sus libros, ha dado paso a un frenesí permanente de supervivencia en el cual el filo de la navaja que separa la realidad de la ficción oscila como los pensamientos de otro personaje literario, Hamlet, de otro autor –Shakespeare– del que también ahora se conmemora su fallecimiento.

El libro ha pasado a ser un personaje secundario en las políticas educativas que nos engatusan con aquello de la transformación en nuestras escuelas. Y ello en una broma cruel y paradójica de ese destino, en un espacio y un tiempo extradiegético que habla también del momento de las últimas décadas en el que cobra mayor protagonismo la venta de libros –según muchas encuestas–, seguramente por el impacto de la pandemia, aunque el hábito lector siga cayendo en edad adolescente.

Porque, a medida que avanzamos en esta trama macabra y pasamos las páginas de su último volumen, nos vamos dando de bruces contra la realidad, igual que otros muchos personajes literarios. Nos vamos percatando de que la idea de transformar la educación con estos mimbres ha llenado de frustración a docentes de todo el mundo, a la par que las aulas se vaciaban de libros, se desmantelaban las bibliotecas escolares y su espacio era ocupado por el litio de las baterías y el vidrio de las pantallas. Tal y como ocurre en muchos hogares.

¿Pero qué se encierra en la última página? ¿El libro sobrevivirá en las aulas a su particular purgatorio para recuperar esa esencia que lo llevó a ser paraíso para multitud de generaciones a lo largo de todos los tiempos? Me atrevería a decir que en la mano de cada docente está escribir cada final, pero me temo que no: ahora que se habla tanto de darle protagonismo a los estudiantes, de ponerlos en el centro, es el momento de convertirlos en dueños desobedientes de su tiempo, de hacer que se rebelen en la era de la posverdad contra un destino que no han decidido, para robar –cual Prometeo– el fuego de la plenitud en forma de sabiduría, a través de la hojas de un libro.

Porque robarle el espacio a la hoguera digital que se expande por cada rincón de nuestros centros escolares es ahora el acto de rebeldía más necesario. Supone no tanto una lucha contra un destino inexorable, sino más bien la posibilidad de hacerle entender a nuestros jóvenes que mediante la lectura pueden, como si de un autor literario se tratase, manejar el tiempo y hacerlo lento, pausado, y romper así las cadenas de la gobernanza digital; convertirlos, en definitiva, en soberanos pacíficos de su tiempo, al modo en que nos lo cuenta Gianfranco Zavalloni en su ensayo La Pedagogía del Caracol: por una escuela lenta y no violenta (2011).

Y, para ello, no hace falta transformar la educación; no son necesarios artificios ni alardes pirotécnicos. Mucho menos aquellos que nos llevan en un fatum irrefrenable a “quemar” páginas y páginas de las aulas hasta hacerlas desaparecer, a semejanza de esa memoria histórica que resiste en nuestro pensamiento en una rebelión plena contra una época que prefiere mirar para otro lado para no contar determinados hechos.

Porque el primer capítulo de nuestra vida no comienza queriendo transformar la educación para transformar la sociedad, sino que, simplemente, empieza así: cogiendo, de nuevo, un libro. 

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