Lo siento pero, por una cuestión de principios, me veo obligado a contrarrestar esa corriente perenne, que reflota de forma cíclica, que considera que cuando un alumno se porta mal en el aula se vulnera el derecho de los demás a estudiar.
De fondo, en el debate, encrispado una vez más porque chocan en él distintas formas de entender la educación, se entrecruzan cuestiones ideológicas que tienen que ver de nuevo con la finalidad de la escuela. Suele decirse, así, que cuando un alumno se porta mal continuamente en una clase se está vulnerando el derecho a la educación del resto de estudiantes. Se habla, incluso, del derecho del docente a ejercer correctamente su trabajo (esto es, enseñar, dar una clase, explicar…). Reconozco que yo mismo, en algún debate airado, he llegado a mantener esa premisa que parece a priori tener sentido. Sin embargo, cuando lo analizo de forma pausada, me parece una deducción simplista que conviene matizar y que encierra, además, un entendimiento muy particular de lo que es la educación.
Vamos a concretar: cuando hablamos de que se vulnera el derecho de los estudiantes “afectados”, tal vez sería conveniente especificar de forma concreta a qué derecho exacto nos referimos: es decir, a qué ley, convención, tratado o norma estamos aludiendo, particularmente, con ello. Si partimos, en cambio, del supuesto contenido en el artículo 27 de la Constitución Española, que recoge que “todos tienen el derecho a la educación”, así como al “principio democrático de convivencia”, difícilmente es defendible ese supuesto derecho vulnerado en el estudiante que observa en un grupo clase cómo se desarrolla un conflicto con otro compañero que tiene mal comportamiento: no podemos hacer directamente responsables a determinados menores de edad de una pérdida de aprendizaje de los demás, puesto que tampoco es sencillo ni ético entenderlo así.
Responsabilizar a un alumno, probablemente marcado por acontecimientos sociopersonales, familiares o afectivos de un enorme impacto psicológico que lo ha condicionado, de la evolución académica del conjunto de la clase, supone la perpetuación de una forma de concebir la educación como una carrera con vencedores y vencidos, basada siempre en el triunfo y el fracaso individual. Supone la puesta en liza del entendimiento de determinados miembros de la escuela como amenazas de la misma, cuando la educación es, por encima de todas las cosas, un bien común, que no se entiende sin una mirada inclusiva de la colectividad, también de la que incluye a aquellos que “se salen de la norma”: al fin y al cabo, forman parte de esa colectividad, de ese grupo social con el que nos relacionamos.
Con esta idea enraizada en el sistema y convertida en inercia cultural aprendida e interiorizada, estamos pasando a un segundo plano el conflicto social que hay detrás de cada estudiante que tiene ese comportamiento y que, sin una respuesta colectiva, es imposible de solucionar.
A veces, con esta percepción de la educación, tengo la sensación de que educamos –una vez más– para la superviviencia, para el sálvese quien pueda en el que los demás son entendidos como amenazas, obstáculos en una carrera hacia el éxito. Un continuo suma y sigue de esta corriente. Pero ojo, no todos los demás, no: solo aquellos que tienen determinadas diferencias, en una ausencia plena de una pedagogía de la alteridad que nos lleve a entender que, sin las relaciones humanas entre personas que piensan y actúan de forma diferente, la convivencia en la diversidad es imposible.
El Estado del bienestar es aquel que aporta soluciones para todos, y los docentes, como autoridades públicas y morales, somos parte de ese Estado del bienestar. Y lo somos en lo bueno y en lo malo, y es en esto último en donde debemos nutrirnos del valor de la colectivización para que cada estudiante tenga la atención que precisa, porque nos va la vida en ello, a todos como sociedad.
Si, como solemos decir, nos faltan recursos para atender a los estudiantes que más precisan ayuda, no cabe duda de que defendemos un argumento más que legítimo para hacer de la colectivización la fuerza y el motor que haga cambiar las cosas, sobre todo cuando hay derechos de la infancia que están siendo cuestionados. Es, así, en ese punto en donde debemos focalizar nuestros esfuerzos, no en desgastarnos en un debate estéril basado en generalizaciones sobre qué estudiante sufre más las consecuencias de un deterioro del ambiente en el aula, ya que cada situación será siempre diferente.
Si seguimos educando en el individualismo, en esa “pedagogía del egoísmo” que es hija del capitalismo más feroz, siempre tenderemos a entender que hay personas “inadaptadas” que, como no tienen nada que aportar sino todo lo contrario, lo mejor para que el grupo avance (avance siempre visto como algo individual) es buscar soluciones fuera o, mejor, que otros los busquen, porque “no es nuestro problema”. Lo más apropiado es, así, apartarlas, verlas al otro lado, en una permanente confrontación como reflejo de la dialéctica individualista en la que el ser humano vive sumido en las principales democracias occidentales.
Entender la educación con estos mimbres no es sino legitimar un discurso ideológico que ha marginado el papel de colectivos sociales que se apartan de una supuesta generalidad que es lo que da supuesta homogeneidad al sistema: lo que hace que se desarrolle con “normalidad”. Culpabilizar a la víctima (o al menos a una de ellas), ahonda en sus posibilidades de riesgo de exclusión, cuando lo que debe incrementarse es el altavoz de protesta social y política ante las condiciones que han llevado a niños y a niñas a no poder adaptarse a lo que el sistema educativo requiere de ellos.
Y, reitero: no se trata de buscar culpables, pero sí de redirigir el discurso hacia los orígenes, las causas, las motivaciones, para poder pedir mejoras en ese terreno y, si no las hay, exigirlas, ahora que tanto se defienden como bandera del progreso los derechos de toda la infancia; alejar, así, en definitiva, la educación de su sentido como carrera disciplinadora (en la que supuestamente todos parten de las mismas condiciones) para que ese alumnado que se porta mal no se sienta una piedra en el camino y reciba, así, sanciones por ello.
Interesante artículo. Sobre el fondo de la cuestión tengo gran número de experiencias reales con propuestas alternativas al respecto que me dieron muchas satisfacciones por los resultados obtenidos. En una etapa de me experiencia en el aula tuve en mis clases más del 5o% de alumnado dela Casa Cuna.