El hereje

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Dijo una vez el escritor Luis Landero que “la literatura no se enseña, se contagia”.

Con esa máxima, me propuse estudiar filología y ser docente de Lengua Castellana y Literatura: siempre quise contagiar lo que a mí me contagiaron. Pero hoy ya no quedan casi espacios en los centros para ese punto de encuentro, esa simbiosis literaria que nos puebla en medio de la niebla y del ruido. Intentarlo, inmersos en el tumulto burocratizante en el que se ha convertido la escuela, supone casi una herejía. 

No siempre fue así. Hace quince años que llegué destinado al instituto en el que trabajo. Como ritual de iniciación, se me invitó a participar en una serie de encuentros que organizaban tradicionalmente docentes voluntarios por las tardes para dialogar sobre obras literarias diversas. 

Recuerdo participar en algunas de esas catárticas reuniones informales que suponían un paréntesis para los avatares del oficio, a la vez que un aprendizaje compartido sobre las inquietudes que nos provocaban los entresijos humanos de una creación. Pero este tipo de foros fuera de nuestro horario laboral se han ido perdiendo, y no solo donde trabajo sino, me temo, en muchos otros centros de nuestra geografía. 

Como nos ocurre a muchos, mi comunión con la literatura había empezado décadas antes, cuando aún era muy joven. Recuerdo que una Navidad, meses después de dejar el instituto, mis padres me regalaron El hereje, de Miguel Delibes. Fue una petición expresa, fruto de que, en una clase que aún recordaba, nuestra profesora de Literatura de COU nos había hablado de otra novela del mismo autor: El camino. Leíamos -recuerdo-, en aquella época en la que aún no asfixiaba el currículo, algunos fragmentos pausadamente, en la clase y a veces fuera de ella. Aún perviven en mi memoria los avatares de Daniel, su protagonista, con el que me sentí identificado durante una época: un muchacho de pueblo marcado por un viaje vital que lo llevaba una y otra vez a encontrarse consigo mismo. 

También la literatura representa un viaje, un camino al que se le ha estrechado la senda en las escuelas con el paso del tiempo, hasta casi llegar a un rechazo frontal, a una pérdida casi absoluta. La educación literaria, a través del encuentro pausado con la lectura de poemas, obras teatrales y narraciones, es hoy poco más que una práctica educativa residual: se ha convertido en un apéndice a caballo entre la competencia cultural y la lingüística. Aquellos docentes que quiebran, más allá de su hora de clase, el orden para moldear el periplo vital de sus estudiantes con el libre ejercicio literario como forma de comprensión y expresión de sus mundos, se han convertido también en herejes.

“La afición a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa que el analfabetismo se hace deseable y honroso”, se dice precisamente en un momento de la novela El hereje. La mercadotecnia, el centelleo efímero y el zapeo constante han relegado la educación literaria a un lugar recóndito del que casi no quedan restos. La primera vez que los jóvenes tienen a un profesor de literatura exclusivamente es en la universidad, y solo en determinadas carreras. La oportunidad de descubrir universos, vivencias y emociones a través de una obra queda desterrada por una visión utilitarista de la educación que empaña sus valores humanísticos como experiencia fundacional. 

“El hecho es que la poesía no son los libros de la biblioteca… La poesía es el encuentro del lector con el libro, el descubrimiento del libro”, decía Borges. Ahora, muchos estudiantes relacionan la literatura con las librerías o con esos rincones residuales llamados bibliotecas, espacios que en los centros han sido reconvertidos, en su mayoría, en aulas durante la pandemia. Los talleres, los recitales, los clubes de lectura, las dramatizaciones que arremolinaban a un alumnado deseoso de contemplar “la poesía que se levanta del libro y se hace humana”, como veía Lorca al teatro, han pasado a formar parte, en muchos casos, del recuerdo o de experiencias puntuales.

El contagio de la educación literaria y el desarrollo de la sensibilidad que conlleva no puede constreñirse a una programación curricular, a un apéndice temático marcado por un enfoque historicista aún predominante. La literatura es una vivencia estética que no solo tiene sentido como componente de la competencia comunicativa, sino como periplo hacia el estímulo de la imaginación y la capacidad crítica de las personas. 

Teresa Colomer, en «La evolución de la enseñanza literaria» (Aspectos didácticos de Lengua y Literatura, 8. Zaragoza: ICE de la Universidad de Zaragoza, 1996), ya advertía de la necesidad de “provocar la experiencia de la comunicación literaria” en la práctica escolar, pero lo cierto es que en el marco organizativo de los centros no caben ya aquellos foros literarios de los inicios de mi profesión.

Todo aquel docente empeñado en cambiar los moldes preestablecidos es visto como ese hereje siempre juzgado, y no como lo que debería ser: un profesional sensible que se merece toda la admiración y el respeto de la sociedad.    

1 comentario en «El hereje»

  1. Querido amigo, un interesante artículo que pone de manifiesto una realidad. Como te he comentado muchas veces, desde la Asociación Canaria Elio Antonio de Nebrija de Profesores de Lengua Española y literatura, fundada en 1984, lo que dices fue y lo es, una de la prioridades de su quehacer. Tristemente los años no perdonan y quedamos muy pocos intentando que sigan vivas esos objetivos iniciales. Hace falta que personas como tú cojan el testigo y potencien esas ideas que comentas en tu articulo. Hay ayudas estatales que servirían para crear esos foros e intentar recuperar ese pasado del que hablas.

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