Necesitamos un apagón digital educativo

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Con la sombra de lo digital bajo el brazo: así afrontaron las comunidades escolares lo peor de la pandemia, agazapadas en el miedo a la par que se iban asentando las bases de la planificación de lo que los más aventurados llamaron “la educación del futuro”.

En esa línea, las consecuencias de la covid aceleraron en la Unión Europea la apuesta por la digitalización, y buena parte de los fondos de recuperación se destinaron a ello. Este es el marco de acción de muchas de las políticas educativas de los próximos años y a ello nos tendremos que acostumbrar, con un objetivo primordial: hacer un mejor uso de esta tecnología en los procesos de enseñanza y aprendizaje. 

La educación digital es algo complejo, ya que utilizar internet no es sinónimo de competencia. Pero, además, la digitalización ha traído consigo un preocupante reverso: el impacto perjudicial que la tecnología tiene en la vida de los jóvenes hasta afectarles en su desarrollo educativo y su calidad de vida.

La enseñanza online presenta, así, un envés sobre el que es preciso reflexionar, y que se relaciona con los nuevos riesgos que tiene para la salud mental de los jóvenes. Según un reciente estudio de UNICEF elaborado junto a la Universidad de Santiago de Compostela, siete de cada diez estudiantes se sienten desbordados ante los nuevos requerimientos de un modelo que en la actualidad combina la presencialidad absoluta con la interacción en línea fuera del horario lectivo, lo que impide el necesario derecho a la desconexión digital.

Ante esa situación, el reto que trae por delante la digitalización encierra desafíos en distintas parcelas, y también debe llevar consigo un debate profundo sobre la necesidad de un apagón educativo en lo tecnológico. Ello pasa por recuperar elementos esenciales para el éxito académico que tienen más que ver con otras formas de intercambio cultural, social y humano, a la vez que se impulsa una educación digital crítica para esta nueva era.

Informes realizados por la Unión Internacional de Telecomunicaciones y la UNESCO advierten que la infancia representa un 30% de los usuarios mundiales de internet y, sin embargo, la magnitud del problema vinculado al acceso libre a un volumen ingente de información y redes sociales, casi sin filtro de contenido, no figura en nuestra agenda nacional como prioridad. Según se destaca en el Plan España Digital 2025, nuestro país “aspira a ser uno de los países más ‘ciberseguros’ del mundo”, aunque el apartado destinado a este bloque se queda en un mero esbozo de los riesgos que la hiperconexión está conllevando en la población infanto-juvenil. A ello se le unen los intermitentes intentos de INCIBE (Instituto Nacional de Ciberseguridad), a través de proyectos como Internet Segura for Kids (IS4K), de establecer líneas de cooperación con las instituciones educativas. Sin embargo, resulta insuficiente: las escuelas y universidades se encuentran maniatadas mientras observan cómo las pantallas devoran literalmente a un alumnado al que cada vez más le cuesta mantener la atención.  

En este marco, España necesita una línea estratégica clara que busque, más que el fomento, la racionalización del uso de la tecnología digital en lo académico. La digitalización también encierra un universo plagado de poderosos intereses empresariales y económicos que no deben condicionar el sentido último de la educación, asfixiada por los efectos de una adicción a gran escala, como aseguran muchos profesionales sanitarios. De hecho, el notable incremento en el uso de la televisión, móvil, videollamadas, series, etc. ha sido una de las principales conclusiones de otras investigaciones hechas tras la pandemia, entre las que destaca, por ejemplo, el informe Las consecuencias psicológicas de la COVID-19 y el confinamiento, de 2020, a cargo de diferentes universidades españolas.

Los avances de la digitalización en el sistema educativo se producen, sin embargo, lentamente. Y no tanto en lo referente a la dotación de equipamientos o su uso como apoyo pedagógico, sino más en la necesaria inclusión de una educación digital crítica, responsable y, sobre todo, racional, que perfile de forma clara cuáles son sus límites. 

Para avanzar en este campo olvidado, se necesita una ética consciente del grado de control al que la escuela está sometida, y por qué no es capaz de desprenderse de este en plena era del enganche total a las plataformas educativas, muchas de propiedad privada. Como afirma Enrique Javier Díez Gutiérrez en su artículo “Gobernanza híbrida digital y Capitalismo EdTech: la crisis del COVID-19 como amenaza” (2021), las bigtech “son las auténticas ganadoras de la crisis sanitaria global”, y ese triunfo neoliberal aniquila el sentido último de la educación.

En ese sentido, “The Verge”, portal web estadounidense de noticias tecnológicas, dio a conocer hace poco el impactante crecimiento que los gigantes tecnológicos tuvieron desde el arranque de la pandemia: Apple, por ejemplo, incrementó sus ganancias el pasado año en un tercio con respecto a 2020, mientras que los ingresos de Google subieron en 2021 un 60 por ciento si comparamos con 2019. Microsoft, por su parte, tuvo un incremento del 24% el año pasado. Es constatable la imparable penetración de los servicios que estas empresas ofrecen en el mundo educativo –también en el ámbito público–, hasta el punto de que ya es complicado entender la enseñanza sin ellos. Muy preocupante. 

Urge, por todo ello, edificar un sistema educativo que cuente con el apoyo institucional suficiente para apagar el mundo digital por un momento, con el fin de alejar sus riesgos emergentes, además de ser conscientes de las consecuencias del negocio que los gigantes tecnológicos hacen con la educación.

Ese apagón nos permitiría recuperar en las aulas el espíritu de la cooperación humana que no se explica sin la solidaridad colectiva, la acción participativa, la concienciación ecológica y el fomento de la diversidad y la interculturalidad, principios básicos del desarrollo global que son eclipsados por el cliqueo constante y vacuo en el que la sociedad capitalista, a través de sus algoritmos dominantes, vive sumergida. 

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