¿Abolimos el título de la ESO?

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Con la llamada titulitis (según el Diccionario de la RAE, “valoración desmesurada de los títulos y certificados de estudios como garantía de los conocimientos de alguien”), tengo sentimientos encontrados.

Muchos de ellos se vinculan con momentos que perviven como retenes en recuerdos infantiles, cuando miraba ensimismado los títulos que colgaban en los marcos de despachos y consultas médicas a las que, en ocasiones, acompañé a mis padres. Eran como el proyecto vital de lo que deseábamos alcanzar 

En mi casa el panorama era diferente y no había títulos enmarcados: mi familia se dedicaba a labores del campo, y fui yo el primero en finalizar estudios universitarios. De esa época, guardo en recovecos de mi memoria el ansia de mi madre por inaugurar en el hogar lo que ya era tradición en aquellos despachos y oficinas: no veíamos la hora de tocar con las manos el primer título universitario en la saga familiar, ponerle un marco recargado y ubicarlo junto a otros “trofeos” conformados en su mayor parte de fotos y recuerdos, como señal de deseo por detener ese tiempo que llegó para nunca marchar. Pero, no: la historia se cerró como muchos de ustedes se imaginan por su experiencia personal. Mi primer título universitario acabó guardado en un cajón de mi casa, en una buena funda, eso sí, pero amontonado junto al papeleo acumulado con los años. 

De mi periplo en la universidad recuerdo un docente que nos avisaba de que uno de los males de nuestro país era la titulitis, heredera de épocas pasadas donde el linaje marcaba nuestra condición de clase. Tener un título era un elemento distinguidor, una señal identitaria que comenzó a diluirse con la democracia, cuando el sistema de becas y otros cambios en el modelo del desarrollo socioeconómico provocó que el número de titulados universitarios creciera exponencialmente. En ese pasado es donde me ubico yo, como muchos de ustedes. 

La Ley General de Educación del 70, esa que algunos parecen añorar cuando piensan entre líneas que cualquier tiempo pasado fue mejor, establecía que el título de Graduado Escolar habilitaba para acceder a Bachillerato, mientras que los que no culminaban el camino académico podían acceder a la Formación Profesional de primer grado con un certificado de escolaridad.

Hoy han cambiado los tiempos y, con una tasa de escolarización plena en la educación básica, se suele mantener la tesis lastimera de que hemos llegado a un punto en el que el título de la ESO se regala y que, por lo tanto, no tiene valor. Para una especie de coalición nostálgica de ese pasado en el que tres de cada diez chavales se quedaban por el camino, el título de Graduado en educación secundaria obligatoria pierde sentido ante la supuesta caída de los niveles de exigencia provocados por las actuales leyes. Su devaluación, así, es un hecho consumado: réquiem por la escuela contemporánea.

Se abre, con esa idea extendida en la opinión pública, un debate de cierto interés sobre el sentido que tiene un título de estas características en una edad tan temprana y en un modelo educativo garantista, propio de los países desarrollados, donde no debiéramos ni discutir que el cien por cien de la población finalice esta etapa obligatoria con éxito. Pero, con el nivel de estudios, al igual que con sus títulos asociados, perviven estigmas de los que es difícil prescindir: hemos ordenado el mundo académico y social en función de titulaciones y su valor, a la vez que se desangran las cifras de paro juvenil en el momento de mayor cualificación de veinteañeros o treintañeros. Paradójico. 

Nos moveremos por lo tanto en un terreno pantanoso si lo que queremos es abolir el título finalista de la enseñanza básica para demostrar que la culminación de esta etapa no tiene consistencia, al igual que tampoco la tiene la facilidad con la que se titula hoy en día Bachillerato, y así sucesivamente. Existen otros títulos, sí, y ahí entramos en otro estigma: el de la Formación Profesional. Vivimos en un país en donde, de manera pronunciada, el camino académico elegido es marca de clase, y, si no, que se lo pregunten a los chicos y chicas amontonados en programas compensatorios durante la escolarización obligatoria, como fórmula de desviación que supone un signo de segregación apenas visibilizado.

Efectivamente, para los hijos e hijas del tejido neocom, los herederos del mérito y los peones de la cultura del esfuerzo, nunca habrá títulos que sobren sino todo lo contrario: seguirán siendo un elemento distinguidor. Ante esto, si hay cualquier atisbo de igualitarismo, elegirán caminos diferenciados en función del tamaño del bolsillo, lo que acarrea la proliferación de grados y másteres en universidades privadas. 

Una posible abolición del título de la ESO para que este pase a ser colgado de las paredes del recuerdo, tendría que ir vinculada al papel garantista del Estado, por tanto en cuanto toda la población juvenil tendría que acabar alcanzando el ahora llamado perfil de salida con dieciséis años. Si eso no es así, las políticas educativas, como blindaje del bien común que representan, deben destinar todos los recursos posibles para que las señales de alarma se activen a tiempo y que no se desangre más el sistema con alumnado que se queda atrás casi desde el arranque de Primaria. 

La sociedad actual nos sigue enseñando que conseguir títulos es una carrera de fondo en la que, a la llegada, hacen la digestión con el estómago lleno los que “se ganan” el mérito con su esfuerzo personal. Mientras, los que alcanzan logros a trompicones son una suerte de impostores que surcan terrenos vetados, lo que ha propiciado la eclosión de la idea de titulitis en la sociedad contemporánea. Hay demasiados jóvenes con demasiados títulos, se dice, con el regusto amargo de que cada vez se cree más que esos títulos tempranos no tienen valor: no es lo que determinados estudiantes se merecen, sino un trampantojo moderno. “La cultura pública ha ido potenciando la impresión de que somos responsables de nuestro destino y nos merecemos lo que tenemos”, dice Michael Sandel en La tiranía del mérito (2020).

No podemos perpetuar la concepción de educación reglada como competición en donde el mérito se relaciona de forma exclusiva con una condición personal que no tiene en cuenta variables influyentes en el periplo escolar. Es en ese territorio cuando se debate sobre el título de la ESO: ¿es o no sinónimo de igualdad de oportunidades? Podríamos hablar de su posible supresión si se garantizara que todo el alumnado alcanza el éxito escolar a esa edad, destinando todos los medios para tal fin. Pero eso, como sabemos, no ocurre. 

Por ello, todo lo que se mueva en el extrarradio de ese territorio tiene aliento clasista: el título de la ESO tendrá que ser abolido no para mis hijos o hijas, que se ganan con su sudor aquella exposición en marcos de consultas y despachos que ahora nos parece desfasada, sino para los objetores escolares sometidos a un determinismo vital escalofriante, y ante lo cual nadie en la historia de nuestra democracia ha sido capaz de poner soluciones. 

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