Si lo pensamos bien, el proceso de enseñanza-aprendizaje es, en sí mismo, una asistencia: Muchos, en el pasado sobre todo, no buscaban ese equilibrio asistencial y ese enriquecimiento en la escuela, sino que se refugiaban por ejemplo en el arte o en la lectura. Hay quienes recurrieron a los viajes: estos, en cierta manera, son otra asistencia que nos completa y enriquece, y por eso el ser humano avivó muy pronto su afán por explorar y conocer con curiosidad otras formas de vida o civilizaciones: en el transcurso de un viaje, se nos asiste para llenar esas hendiduras que nos pueblan en la forja de nuestra identidad.
Hay quien discute la función asistencial de la educación; suelen ser quienes defienden a capa y espada que la escuela está para transmitir conocimientos, y que solo con esa premisa se cubre una de las necesidades más básicas del ser humano: la necesidad formativa. Pero, en ese sentido, ya Paulo Freire mantenía en Pedagogía del Oprimido (1970) que “la educación liberadora, problematizadora, ya no puede ser el acto de depositar, de narrar, de transferir o de transmitir conocimientos y valores a los educandos, meros pacientes”. Varias décadas después, nos damos cuenta que la educación, efectivamente, es mucho más que eso.
En su etimología, el verbo ‘asistir’ proviene de la voz latina assistĕre, que significa ‘detenerse junto a’. Es cuando exploramos en la polifonía de esa raíz cuando nos damos cuenta del sentido de lo que se hace año tras año en el entorno escolar: detenernos junto a los que más lo necesitan, como si de un arropo se tratase, para acompañarlos en muchas de sus necesidades y reconocer su voz en la forja de su personalidad, como una forma de explorar en el principio de equidad.
El despliegue organizativo que se construye en torno a la escuela como institución formal procura bucear en ese fin en el que debemos insistir, por mucho que arrecie la tormenta. Los centros escolares poseen, en la gestación de sus órganos participativos más importantes, ese deber asistencial: los consejos escolares, los claustros, las juntas de alumnado delegado o incluso las propias asociaciones, como las AMPAS, que son acogidas en sus instalaciones para poder establecer un punto de encuentro comunitario. En todos esos espacios los componentes deben sentirse, con el tiempo suficiente para ello, asistidos, escuchados, comprendidos en medio de una sociedad individualista en donde el culto a lo superfluo o a la inmediatez parece imponerse.
La escuela contemporánea debe zambullirse en ese principio asistencial, como único refugio para los invisibilizados o los excluidos, o incluso dentro de su papel equilibrador en busca del bienestar y la cohesión social. Tiene, de hecho, que ir más allá, acompañada siempre en el camino. Es por ello que la convivencia dentro de un centro escolar tiene que garantizarse como derecho colectivo, como aportación a una sociedad que, fracturada, solo tiene en la escuela, en comunión con los agentes colaboradores, el cobijo para quienes más lo necesitan.
Por eso, los programas que tejen esas redes de apoyo asistencial —impulsados en cooperación desde centros u otras instituciones cercanas— tienen tanta trascendencia en la actualidad, en un momento social en el que la salud mental y el bienestar emocional se han convertido en cuestiones de Estado prioritarias. Por poner solo un ejemplo, entidades como la Cruz Roja han creado alternativas de intervención socioeducativa para esos estudiantes a los que se les suspende de derecho de acudir al centro, con lo que, si nadie lo remedia, son condenados a incrementar su brecha estructural, como “objetores escolares”. Se trata del programa Aulas de Convivencia Alternativa. Otros ejemplos son los acuerdos que organismos sanitarios o colegios profesionales (psicólogos, educadores sociales, etc.) intentan alcanzar con las administraciones educativas, para poder actuar dentro del ámbito escolar a pesar de la cantidad de trabas legales con las que chocan.
Pero voy más allá: el deber asistencial plantea las instalaciones de la escuela como espacios comunitarios en donde, muchas veces gracias a la inversión (desigual) de las administraciones locales, se pueden entramar multitud de servicios que ahondan en ese principio del que hablaba al inicio. Además, sirven de alivio ante el gravísimo problema de conciliación que tenemos en nuestras sociedades, mientras se le busca salida a la imperiosa necesidad de que las familias pasen más tiempo juntas. Un ejemplo de estas iniciativas lo puede configurar la Asociación Internacional de Ciudades Educadoras, que une puntos de todo el planeta para derribar las fronteras de la escuela y convertir a los sectores sociales en segmentos implicados en la educación de la ciudadanía.
Comedores escolares, servicios de acogida, talleres de permanencia, actividades extraescolares deportivas y culturales, programas de apertura de las bibliotecas escolares por las tardes, actividades intergeneracionales o de diálogo intercultural, etc. Todo ello, con la gestión y el impulso correspondiente a cargo de corporaciones locales o del ámbito regional, ahonda en ese deber asistencial que se solidifica en unos centros escolares abiertos a las necesidades de su entorno.
Estas iniciativas tienen que venir aderezadas con una apuesta definitiva y contundente por convertir esos entornos en lugares habitables, con unas instalaciones acorde a unos criterios estéticos, inclusivos y medioambientales que inviten a estudiantes y familias a hacer uso de ellas con sentimiento de responsabilidad y pertenencia.
Porque, sí: la escuela sí asiste. Y lo ha hecho siempre. En esta era de incertidumbre, es un reto para la convivencia democrática recuperar este derecho que no solo atañe al bienestar de la infancia, sino a la construcción de lo común desde la educación que, al fin y al cabo, es desde donde empieza todo.