Para una sociedad más participativa, más argumentación en las aulas

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Decía Daniel Cassany, en El arte de dar clase (Anagrama, 2021), que, en lo referente a la llamada competencia en comunicación lingüística, el trabajo de un docente “no significa dar lecciones magistrales, sino planificar actividades para que los alumnos usen la lengua” (p. 27).

Aunque a determinadas posiciones educativas inmovilistas que siguen poniendo en el centro al docente les cueste admitirlo, aprender es una actividad no solo individual o unidireccional, sino también social, dialógica y participativa, y, en esa actividad, el lenguaje verbal es el puente, el canal que media y transforma (en un rol eminentemente activo del estudiante) de forma recurrente ese acto comunicativo en la comunidad. En ese proceso, muchos nos preguntamos cuándo es el momento para iniciar al alumnado —el eje de esa construcción y la razón de ser de todo acto educativo— en la argumentación, como pieza clave en la construcción colectiva del conocimiento, en el aprendizaje crítico y en la creación de esa sociedad más plural y democrática. Pues la respuesta es sencilla: cuanto antes, mejor.

La capacidad de verbalización del poder persuasivo se adquiere muy pronto: ¿acaso no tratan de convencernos, ya con escasa edad, una y otra vez para lograr salirse con la suya? Los que hemos tenido hijos e hijas lo vemos desde muy temprano en su crecimiento. El arte de convencer a una persona con palabras para que piense de una determinada forma es ancestral (su base está en la retórica clásica) y tiene muchas manifestaciones y aristas. Es, por lo tanto, misión de la escuela enseñar al alumnado desde pronto el poder que tienen los razonamientos persuasivos en las relaciones sociales y, fundamentalmente, en los medios de comunicación, a través sobre todo de la publicidad y la información política, y más en un mundo donde la viralización digital de mensajes contundentes, sean o no noticias falsas, están a la orden del día. Aprender a tener una posición crítica ante ellos es crucial. 

La introducción de las asambleas desde los primeros cursos de Primaria es una pieza clave para trabajar las estrategias oratorias encaminadas a hacer de los argumentos herramientas eficaces a la hora de convencer a un auditorio, conseguir su adhesión o hacer que admita una determinada situación o idea, además par construir a través de esas interacciones un juicio personal fundamentado o una posición crítica (recordemos que el conocomiento se construye, no se transmite, como decíamos en otro texto). Y el aula, con la disposición física y organizativa adecuada para ello, es el espacio ideal para ese encuentro didáctico y social en el que se conjugan lógica, dialéctica y retórica. 

Lo que está claro es que, cuando un estudiante sale de la educación obligatoria, debiera saber defenderse en las cuestiones básicas relacionadas con el razonamiento, la persuasión, la refutación o la demostración racional de hechos, y para ello el trabajo interdisciplinar o por ámbitos podrá resultar clave, ya que, a pesar de la evidente base lingüística (está claro que se parte de estrategias discursivas orales y escritas), los ejes temáticos de la argumentación pueden y deben nutrirse de distintos campos del saber y de las cuestiones sociales emergentes, siempre y cuando tengan relevancia para el estudiante o sean de actualidad —o al menos que puedan traerse de alguna manera a la actualidad—, con el fin de poder despertar el interés del alumnado (esto último es fundamental) y que le encuentre sentido. A esto, a indagar en sus fuentes de interés, nos referimos cuando decimos que hay que poner al alumno o alumna en el centro; no es nada descabellado. 

Con el fin de que avive la adecuada curiosidad, partir de encuestas y sondeos para descubrir qué temáticas les parecen más sugerentes puede ser efectivo en una primera fase, centrada en explorar las experiencias y conocimientos que ya acumulan nuestros estudiantes en sus «mochilas». Una vez hecho esto, organizar tertulias y debates (o foros a través de campus virtuales, si disponemos de medios telemáticos), partiendo de fuentes documentales adaptadas más o menos amplias en función de la edad y a partir de una o varias premisas, resulta fundamental para que el estudiante se arme un corpus identitario propio en cuanto a su forma de entender el mundo y de entender las posiciones ideológicas de las personas que lo rodean. 

Un aspecto en el que suele indagarse poco es en el de la verdadera finalidad de la argumentación, que debe ser explorada con nuestro alumnado antes, durante y después del ejercicio que les pidamos. En ese sentido, apelar al respeto a la diversidad de pareceres y a un criterio de racionalidad lógica en tanto en cuanto nadie “vence o pierde” en una argumentación, es prioritario. En ese sentido, los docentes normalmente sopesamos bien con antelación y con cautela los temas que van a tocarse, para que no despierten excesiva controversia o para que la corrección que hagamos no se entrecruce con un aparente intento de hacer que se adhieran a un pensamiento propio que les es ajeno de entrada, contrario a sus formas de entender el mundo. 

Los sistemas de valores previos

Así, es importante tener en cuenta que toda argumentación oral o escrita responde en gran medida a un sistema de valores previos que condiciona tanto al emisor como al receptor o auditorio. Por lo tanto, para la conformación de una ciudadanía plural y participativa nuestros estudiantes deben entender que, siempre dentro del respeto a los Derechos Humanos —de ahí tenemos que partir siempre— la mayoría de las premisas que se defiendan serán probables o verosímiles en función de ese bagaje cultural previo que traiga cada persona, por lo que no podemos pretender que ese sistema de valores tenga que ser compartido por quien nos lee o nos escucha (por eso la recepción, desde una posición asertiva, es tan importante en una argumentación); no se trata de eso: se trata de poner sobre la mesa razones para cuestionar y cuestionarnos sobre ese sistema de valores o concepciones previas. 

En definitiva, mi propuesta en este artículo nace de la idea de convertir nuestras aulas en esos espacios reflexivos para el diálogo, para el debate organizado, para la confrontación dialéctica y retórica que luego puede llevarse, por supuesto, al plano de lo escrito (puede ser interesante que acaben haciendo artículos de opinión o pequeñas reseñas donde sinteticen sus ideas), soporte a través del cual el alumnado estructurará mejor sus ideas, para poder también enlazarlo con cualquier otra estrategia lingüística. 

Nuestros jóvenes no pueden seguir creciendo en los centros sin conocer el derecho a réplica, a manifestar discrepancia, a posicionarse con criterio sobre cualquier cuestión, mientras escuchan pasivamente a un docente verbalizar todo lo que sabe, sin que nos cercioremos de qué están aprendiendo ellos. No deben salir de la etapa obligatoria sin conocer la fuerza persuasiva que tiene, en la colaboración, en la interacción, el diálogo y la construcción compartida, un buen argumento, hilado dentro de un discurso verbal fluido, en un “juego argumentativo” que nos legitima para poder respetarnos.

Todo ello para seguir construyendo comunidades de conocimiento y aprendizaje en la diversidad, y para ejercitar la ciudadanía también dentro de los centros escolares, motor de esa sociedad crítica y participativa que tanto queremos para el futuro, alieanda siempre con la justicia social. 

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