Enseñemos a leer críticamente

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No pretendo lanzar aquí una propuesta didáctica, ya que no es el espacio para ello. Sin embargo, sí quiero hacer una llamada de atención sobre la necesidad de buscar nuevos horizontes académicos, más críticos y plurales, sobre la enseñanza de la lectura y la educación lectora en general, en una era marcada por la creciente desinformación y la manipulación mediática, que crea estados de opinión extremos y ante lo cual la escuela no puede ni debe permanecer impasible.

El 30 de octubre de 1938, Orson Welles aterrorizó a miles de personas con un boletín radiofónico en el que anunciaba, con grandes dosis de realismo, una supuesta invasión extraterrestre. Lo que no fue sino una adaptación teatralizada de la novela de H. G. Wells La guerra de los mundos, logró expandir el pánico en grandes núcleos poblacionales estadounidenses; se marcó así el inicio de un debate sobre el papel en el impacto social del medio emergente en ese momento, la radio, al igual que desde hace décadas ocurre con los soportes digitales y las redes sociales, que de una manera voraz han condicionado la labor de unas empresas informativas que luchan por hacer del clickbait una forma de propagar determinados mensajes ideológicos de impacto y ganar suscriptores –clientes–.  

La desinformación no es un fenómeno que emerja ahora: durante el imperio romano, ya Cayo Julio César Octaviano, más conocido como César Augusto, lanzó una campaña de desprestigio sobre Marco Antonio con frases cortas y punzantes gravadas sobre monedas de la época, que provocaron que el primero se alzara como primer emperador romano. Por lo tanto, las noticias falsas o bulos no son algo novedoso. Pero la diferencia está en la velocidad de propagación que tienen hoy en día, fruto de la tecnología digital, y su influencia en la creación de estados de opinión, muchos de ellos asentados en el discurso del odio. 

Suele atribuírsele sin mucho rigor a Joseph Goebbels la frase “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. Esté donde esté su origen, esa premisa simboliza la peligrosidad de la difusión de noticias falsas que, por no comprobarlas o contrastarlas, compartimos hasta que se convierten en virales. Al desarrollo de esta idea se le ha llamado ‘efecto woozle’, en honor a las huellas de ese gamusino imaginario que perseguían Pooh y Piglet en uno de los capítulos de Winnie the Pooh, cuando lo que estaban siguiendo eran realmente sus propias huellas. El llamado sesgo de confirmación nos lleva a apoyar en nuestras creencias previas contenidos que circulan de forma veloz en distintos medios, por mucho que su fundamentación no esté demostrada, con lo cual les damos validez. Da igual: de lo que se trata es de apelar a los sentimientos, despertar emociones que posicionan al público en torno a una determinada información no comprobada y ganar adeptos. 

Esta situación es de extrema gravedad en la actualidad: el cambio climático, la pandemia de la covid-19 la cuestión de género o la riqueza de la diversidad cultural han sido atacados desde determinadas posiciones ideológicas para desestabilizar el sistema y conducir a la población a posiciones políticas infames, negacionistas, radicalizadas y contrarias muchas de ellas al avance en materia de derechos humanos y sostenibilidad. Recuerda esta tendencia al comportamiento de aquel personaje de la novela de Dickens David Copperfield llamado Uriah Heep, maestro del engaño y la manipulación en una sociedad fabril, mecánica e industrializada, ya en los albores de nuestro tiempo. 

El papel de la escuela, en este sentido, se amplifica ante estos problemas emergentes. Aunque lo considero asunto transversal ante su trascendencia, las clases de Lengua y Literatura son el espacio adecuado para enseñar, más que nunca, a leer críticamente y con una mirada relativista el presente que nos ha tocado vivir, evitando acercamientos fugaces, a vuelapluma, que no hacen sino enraizar la propagación de mensajes textuales falsos a los que, si nos acercamos de forma superflua y nos dejamos eclipsar por su lenguaje centelleante, tendremos más riesgo de adherirnos a ellos y, de esa manera, extenderlos. Así se recoge, por ejemplo en uno de los descriptores de la competencia lingüística del nuevo engranaje curricular, en la definición del perfil de salida al término de la educación secundaria: “comprende, interpreta y valora con actitud crítica textos orales, escritos y audiovisuales del ámbito personal, social, educativo y profesional para participar en diferentes contextos de manera activa e informada y para construir conocimiento.” Y hago hincapié en esta última parte, que incluye una expresión que me parece fundamental: la idea de que el conocimiento se edifica colectivamente, de forma coral, a través de lecturas, relecturas, diálogos y encuentros de distintos puntos de vista para hacer de los textos informativos una permanente reinterpretación, al igual que hacemos con la educación literaria. 

Y, para ello, debemos enseñar a que se detengan ante un texto antes de compartirlo; a que vayan más allá del titular, a que entiendan las inferencias, a que interpreten en el uso el valor de las ya manidas funciones del lenguaje de Jakobson, que no son más que una reformulación de la intencionalidad de todo acto comunicativo. Debemos enseñar a que buceen con tesón en el valor de cada palabra, a que miren al paratexto, a que conozcan el valor de la pragmática, a que identifiquen la argumentación afectiva, la apelación a los sentimientos que nos hacen debilitarnos ante un mensaje y, por lo tanto, convertirlo en verdad absoluta aunque sea una mentira. 

Porque enseñar a leer en la era de la desinformación no es tarea fácil e implica un enfoque relacional en el que el alumnado explore los dobles sentidos, el estilo de cada texto, los sesgos, la importancia del contraste de fuentes y la consulta de opiniones y datos contrapuestos que enriquezcan nuestra mirada de la realidad, para evitar la corrosión de los valores de la pluralidad y la democracia que debemos proteger también desde la escuela. 

Se trata, en definitiva, de una nueva ética de la lectura y de la interpretación de textos en la educación formal, desde la edad más temprana posible; amplificar nuestra intención firme de enseñar a leer y transformarla en enseñar a leer críticamente, para convertir esta estrategia didáctica en el antídoto contra la incultura, el desorden y el caos que solo conducen a deteriorar la convivencia pacífica y el progreso social.  Porque, si leer fuera un viaje, el objetivo de la lectura debiera ser como aquel que plasmó para el viajero Jonathan Swift, en Los viajes de Gulliver: “el principal objeto del viajero ha de ser hacer a los hombres más sabios y mejores, y perfeccionar sus espíritus con malos y buenos ejemplos de lo que relatan”.

Aprender a leer, y sobre todo a leer críticamente, también nos hace así: más sabios y mejores personas. 

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