Hartos de la burocracia. Si pulsamos una instantánea de la realidad de los centros escolares de nuestra geografía, esta frase la podríamos escuchar en boca de muchos docentes, orientadores y cargos directivos.
La gestión académico-administrativa de documentos y procesos mecánicos de todo tipo y en casi todos los momentos del curso sobrevuela hasta la extenuación, como si de una dolencia permanente se tratase, cada hemisferio de la educación reglada.
Nihim novum sub sole: sobre los achaques de la sobrecarga burocrática hace casi doscientos años se movió Mariano José de Larra magistralmente entre la ironía y el sarcasmo en otro de sus brillantes escritos. Como observador de la realidad social de su tiempo, el escritor, con su aguijón punzante en cada palabra, se acercó a ciertas debilidades de la cultura española, y a la telaraña burocrática que ya en esa época había detrás de la atención al público, a través de su artículo “Vuelva usted mañana”, publicado en la revista El Pobrecito Hablador en 1833. En él, retrata la pereza administrativa de unos organismos torpes e incompetentes que, mediante trabas rocambolescas, no hacían sino poner obstáculos a un sorprendido extranjero.
En la actualidad, si releemos este retrato costumbrista y buceamos en sus interpretaciones posibles, podríamos pensar que seguimos enfangados dentro del mismo pantano que se atisbaba: no somos capaces de sacar los pies del lodo de las montañas de documentos a pesar del avance que la administración electrónica debería provocar en el oficio de los trabajadores públicos de la educación. En medio de una ristra de supuestas transformaciones, la realidad es que muchos profesionales de la escuela se sienten cada vez más hundidos en la maraña burocrática, en un eterno día de la marmota que nos atenaza cuando queremos recuperar el sentido más humano de la educación.
No es para menos: la complejidad de los procesos administrativos y académicos que se abren en multitud de frentes en las escuelas dificulta la labor del enseñante, sobre todo si ocupa cargos de responsabilidad de entre una gama cada vez más variopinta. Es probable que si se sondean cuáles son los acicates del malestar docente, las respuestas se centren en gran medida en los continuos cambios de leyes –como no– y en ese “papeleo” que se entiende, en su mayoría, como innecesario, y que entorpece la atención a alumnado y familias.
Así ya lo adelantó el último Informe TALIS de la OCDE, hecho en 2018: el exceso de tareas burocráticas y administrativas se constataba como la principal fuente de estrés de los equipos directivos encuestados de la muestra, tanto de Primaria como de Secundaria. Ese mismo año, un estudio elaborado por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y encargado por el Consejo Escolar de Canarias confirmaba el agobio que supone para el profesorado la gestión burocrática, sobre todo la elaboración de memorias, informes psicopedagógicos y procedimientos de control de absentismo del alumnado. Algunos años después de estos estudios, esta percepción es probable no solo que no haya mejorado sino que, en un gremio cada vez más saturado de funciones, las perspectivas sean todavía más desalentadoras.
Pero como no quiero caer en la desazón permanente ni convertir este texto en un muro para las lamentaciones, me gustaría recuperar algunas ideas que recoge César Rendueles en Contra la igualdad de oportunidades (Seix Barral, 2020) cuando habla de la burocracia en los servicios públicos, esta vez en relación con los principios igualitaristas. En este ensayo, recuerda que “un efecto habitual de la flexibilización antiburocrática no es la libertad sino la arbitrariedad. Por eso, cuando los nazis ascendieron al poder destruyeron a toda velocidad el entramado burocrático de la administración alemana para someterla a la discrecionalidad carismática.”
Una organización escolar, con cientos de menores a cargo, representa una maquinaria compleja que nunca debe quedar a expensas de cualquier signo de vaguedad. Los centros de titularidad pública se rigen por, entre otras, la Ley de Procedimiento Administrativo, que protege los derechos de los interesados, a la par de los nuestros como trabajadores de la administración. Casi toda la burocracia que mueve un engranaje educativo debiera ser garante de los principios basados en la igualdad de trato, confidencialidad, transparencia, acceso a ayudas, apoyos y prestaciones y plasmación académica de los avances en los aprendizajes del alumnado, así como de sus dificultades. Cuando reflejamos todo ello en procesos de diversa naturaleza, blindamos un mínimo equilibrio que otorga un atisbo de justicia a los que antaño eran sometidos a la unilateralidad del poder, la arbitrariedad y abusos diversos, como vestigios de un vetusto absolutismo.
No dudo de que, en la parte humana, un ideal de centros educativos debiera conducirnos a modelos como, por ejemplo, las comunidades de aprendizaje, forjados sobre el diálogo entre iguales como base de una convivencia en la pluralidad; sin embargo, en una institución democrática saneada y alejada de indicios de corrupción se hace necesario activar también mecanismos de control con acciones reguladas y –eso sí– ágiles que, si no de dan, estaríamos perjudicando al más débil, además de estar a merced de las decisiones cuasi totalitarias de quien ostente el poder, en términos de sociedades disciplinarias, tal y como las entendía Foucault.
Por lo tanto, ¿cómo podemos superar en la escuela esa visión del “vuelva usted mañana”, donde la burocracia se relaciona con la falta de incentivos, la ineficacia y con una “enfermedad” que erosiona el acto de educar? Por un lado, es necesaria una mayor formación del profesorado en el conocimiento y funcionamiento de los procedimientos administrativos, lo cual podría acelerar muchos mecanismos y hacer sentir más seguros a los profesores. Sin embargo, considero que, tras la lógica frustración de los docentes y directivos por la excesiva y supuestamente estéril burocracia, se esconden las grandes murallas contra las que impactamos los profesionales de la educación diariamente: la inestabilidad de las leyes y la multiplicidad de funciones que colapsan el trabajo del profesorado hasta deteriorar el clima de relaciones dentro y fuera de los centros.
El hartazgo ante la burocracia docente encierra una reflexión profunda ante la cantidad de requerimientos a los que se tienen que enfrentar las escuelas en la cotidianeidad, y le quita la máscara a la gran fisura del funcionamiento de las administraciones educativas: la falta de personal y su plasmación en una elevada cantidad de alumnos a cargo de un solo profesor. Apesadumbrados por un baile legislativo lleno de teorías loables pero ineficaces que intentan penetrar en la dermis del entramado educativo, es lógico que los trabajadores de la escuela huyan de cumplimentar informes, actas, solicitudes o programaciones, simplemente porque el escenario no es propicio para que entendamos esto como necesario.
Pero, en medio de esa permanente presión por la imperiosa instrucción de justificar cada paso que damos, olvidamos que dentro de esta burocracia achacosa también están las becas, las prestaciones sociales, los concursos y oposiciones, las reclamaciones ante la vulneración de nuestros derechos y las quejas ante el mal funcionamiento de la administración, trámites que procuran mantener un orden mínimo en el saneamiento de la res pública, para la cual trabajamos la mayoría en la enseñanza.