La trampa de que el currículo se adapte al estudiante

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El alumno es lo primero, el centro. No lo voy a negar. Es más, tiene que ser así, en un sistema garantista que blinde la protección de los derechos de la infancia. Es parte de eso que llaman modernización del sistema educativo, y tiene que seguir siéndolo.

Ahora bien, una cosa es la inclusión, eje necesario de las políticas educativas para generar equidad y justicia social con los colectivos más desprotegidos a través de la escuela, y otra es creernos el mantra vacío que se basa en la idea de que el currículo se debe adaptar al estudiante. 

En primer lugar, enmascarar el respeto a la diversidad del alumnado y la personalización del aprendizaje en una idea inocua y estéril que tapa las fisuras de un sistema precario en cuanto a adaptación de los procesos es condenar a una alta situación de riesgo de desprotección a los estudiantes más vulnerables por condiciones estructurales, sociales, personales o familiares de partida. Una de las grandes fallas del entramado educativo es que, cuando se detectan precozmente dificultades de aprendizaje, el alumnado no avanza en su periplo escolar con los apoyos psicopedagógicos que precisa y que podrían suplir en gran parte esas necesidades. Y así se agrandan las brechas. Pero, claro, el problema es que el currículo no se ha adaptado al estudiante.

El currículo es el que es; los saberes y los aprendizajes son los que son y estos claro que pueden incorporarse al bagaje previo del alumnado, para que les encuentren sentido, y para que se construya individual y conjuntamente una idea de currículo heterogéneo, diverso, flexible y adaptado a diferentes contextos de aprendizaje. Hasta ahí, de acuerdo. Ahora bien, dar a entender que las carencias educativas se originan en el hecho de que el currículo sea único y el alumnado sea diverso, es desviar el foco de atención de las necesidades de acceso e igualdad de oportunidades para que cada persona alcance sus metas a lo largo de la educación reglada. 

El currículo no se puede adaptar al estudiante, y esta fórmula manida imposible de lograr tapa las necesidades y dificultades  que cada persona puede presentar a la hora de afrontar distintas situaciones dentro de la cotidianeidad, y que, por ello, precisan de más y mejores recursos. Y ello llega especialmente en forma de docentes especialistas de apoyo que acompañen al alumno en cada momento de su escolarización, en función de sus necesidades, que sí que son singulares (recordemos que España está entre los países de la OCDE con menos personal de apoyo por número de docentes, según datos del último Informe TALIS). 

La cultura de la inclusión en la escuela concibe que la diferencia es un valor, una realidad incuestionable que debe ser entendida como parte de una realidad social plural y heterogénea. Y es en el reconocimiento de esa diferencia como constante humana en lo que nos tenemos que apoyar precisamente para desmontar el mantra de que el currículo se debe adaptar a cada estudiante, simplemente porque es imposible, debido a esa concepción plural y cambiante de la sociedad. Además, esta idea estéril centra el problema casi de forma exclusiva en la praxis docente: si una parte del alumnado fracasa es porque su profesorado no ha sabido adaptar el currículo a ellos, con lo que se niegan así las condiciones estructurales que llevan a los estudiantes a avanzar de cursos con graves carencias (muchas detectadas desde temprano) y sin haber recibido los apoyos que precisan en forma de, sobre todo, personal especializado y formado. 

Como se sigue pensando, en una parte de la sociedad que nutre de modismos superfluos, que el currículo debe adaptarse al estudiante, es fácil concluir que los esfuerzos deben centrarse no en bajar las ratios ni en contratar a más docentes para trabajar en el aula, por ejemplo, de forma simultánea varios profesionales que puedan atender más y mejor a esa diversidad (rica, sí, pero también compleja), sino en que el docente titular cambie sus metodologías para que siga trabajando y adaptándose –a la par del currículo– a grupos numerosos y a esa diversidad que, una vez reconocida como un valor, debe ser atendida en función de cada singularidad. No parece esto realista, sino más una trampa para desviar el foco de atención de las verdaderas grietas del sistema: las carencias estructurales que sigue arrinconando a alumnos en nuestras aulas porque no tienen los apoyos que necesitan.  

Está claro que a las administraciones educativas les interesará defender ese mantra hasta el final, ya que va en la línea de exprimir los recursos al máximo los recursos con los que ya se cuenta; se perpetúa así la imagen de centros sobrepasados en funciones, encargados de solucionar todos los males de la sociedad, para lo cual se enraíza la figura de docentes multifuncionales, encargados de necesidades pedagógicas, físicas, emocionales, psicológicas, fisiológicas e incluso sanitarias del alumnado. No interesará, en esta cultura precaria, apostar por una verdadera escuela abierta, comunitaria y flexible, esto es, una escuela en la que el trabajo de profesionales de diversa naturaleza, según las necesidades de cada contexto, se combine para trabajar de manera colaborativa en un único fin: no permitir que ninguna grieta educativa se agrande, sino todo lo contrario, lograr que se atenúe hasta que desaparezca, a medida que el niño va creciendo. 

Pero, claro, pensar en este modelo de escuela, es es vano, si seguimos centrados en la idea trampa de que no hemos logrado adaptar los saberes y las competencias a cada estudiante, y, por lo tanto, los problemas educativos no son tanto de recursos no estructurales, sino casi y exclusivamente de enfoque.

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