La docencia está desnuda

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Hace no mucho leía ¡La educación está desnuda! (2020), de Juan Ignacio Pozo. En este libro se hace una radiografía que, con bastante acierto, retrata las carencias que nos atribulan en la educación y que se han agudizado tras la pandemia: desde la multiplicación de nuevas formas de enseñanza hasta la compleja pero necesaria conexión entre familia y escuela, pasando por una efervescente aunque repleta de carencias educación híbrida, que combina las necesidades humanas y digitales de la sociedad contemporánea. 

Sin embargo, esa “escuela que verdaderamente necesita la sociedad”, como la cataloga el autor casi al final de la lectura, deja para otros posibles análisis más exhaustivos la variable del desarrollo profesional docente. Este se ve aquejado por otros males que quedan en el tintero y que, si no se abordan, agravarán la crisis en la que la educación se encuentra, al tiempo que contribuirán a la plaga de posiciones dicotómicas que enturbian la necesaria mejora. Ello se sucede en una permanente puesta en duda de cualquier objetivo que se plantea desde las políticas educativas, y tal vez gran parte del problema está ahí, en que la profesión docente está también desnuda. 

En medio de esta desnudez, la democracia española ha ido navegando a lo largo de su corta historia en la ausencia de un imposible pacto de estado educativo como marco general para un progreso que se entiende en función del proyecto ideológico desde el que se enfoque. Pero no solo eso, sino que tampoco la principal administración del ramo ha sido capaz de articular en el documento presentado el pasado mes de enero los cimientos detallados de un Estatuto profesional docente en condiciones que blinde y valore esta carrera en función de sus características, su necesaria capacitación en su formación inicial o continua, así como el reconocimiento de sus derechos. Esa ausencia del ropaje adecuado, motivación para mantener diferentes pugnas políticas y radicalizar posiciones, ha dibujado un panorama incierto que, más allá de toda batalla, ha llevado a los profesionales de la educación a la indefensión más absoluta,  además de instalarse en un continuo estado de queja o sensación de abandono.

En plena época de crispación ha habido estudios que ofrecen un diagnóstico detallado de cuáles son las debilidades que repercuten en la profesión; sin embargo, ninguno de ellos ha sido puesto sobre la mesa de manera tajante para convertirlo en eje vertebrador de una planificación educativa que se queda, una vez más, en un mero esbozo de las necesidades de este trabajo, en las que es prioritario entrar en profundidad. 

Muchos de estos informes confirman que la estabilidad en la carrera profesional es el mayor aliciente a la hora de elegir, de entrada, este empleo. Esto choca con lo que luego se observa en el desarrollo, donde inquieta la creciente vinculación entre las condiciones de trabajo y los problemas de salud psicológica que son consecuencia de estas. Esta circunstancia fue analizada, por ejemplo, por el último informe TALIS (2018) de la OCDE, que arrojaba datos preocupantes, por ejemplo, entre el profesorado de la Comunidad de Madrid –una región que navega en una planificación cimentada en el desmantelamiento de la escuela pública–, que tiene un alto índice de docentes con excesivo estrés, en un promedio superior al del resto de España (ya con unos índices elevados) y muy por encima de la media europea.

Factores que influyen en este condicionante clave, como pueden ser la sobrecarga de trabajo –sobre todo burocrático–, la disciplina en el aula y el tiempo que se destina a corregir, no han sido puestos sobre la mesa por parte del Gobierno español a la hora de abordar mejoras en el desarrollo de la profesión docente, un desarrollo en el que los incentivos económicos se ciñen en la actualidad casi exclusivamente a escasos incrementos por trienios y sexenios, mientras que las posibilidades de promoción interna son casi nulas. 

Y, con todo este panorama, la docencia española está más desnuda que nunca: el profesional de la educación se siente solo en el aula, inseguro ante el permanente vaivén legislativo, rendido ante el equipo directivo de turno que sobrevive ante las inclemencias y desbordado ante una diversidad que eclipsa en su complejidad y ante la cual casi no tiene ayuda. Recordemos en esta última cuestión que, también según el mismo informe TALIS, España está entre los países de la OCDE con menos personal de apoyo por número de docentes, aspecto crucial para avanzar en los requerimientos de la educación inclusiva. Tampoco esto ha sido abordado por el momento.

Ante este desabrigo, el panorama dibuja a un profesorado cada vez más desconfiado y reticente, un cuerpo profesional herido, que aprende en soledad de sus errores y que se refugia en sus pequeñas conquistas a pie de aula. Su único aliento casi es el contacto diario con un alumnado agradecido pero necesitado a la vez, cuya parte más débil, arrinconada, se sigue quedando por el camino. 

Empezaba con una referencia un libro y termino con otra. En Ser docente en una sociedad compleja (2017), de Francisco Imbernón, se nos advierte: “una educación en crisis y un profesorado intensificado por un exceso de trabajo conllevará, a medio plazo, elevados costes para la sociedad.” Vivimos en esa constante era del desasosiego que siempre está al asomo vertiginoso de esos costes.

Un tiempo en la que la propaganda, el sensacionalismo y el cliqueo superfluo tapan los colores de la tez de una docencia que, ante su desnudez, se sonroja, a la vez que anhela que nunca sea demasiado tarde para encontrar la mejora.

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