La educación por competencias: un fracaso en tiempos modernos

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Expectantes ante los cambios y con cierto grado de incredulidad. Así afrontaban los claustros docentes hace quince años las formaciones pedagógicas sobre las llamadas por aquel entonces competencias básicas.

Irrumpieron cual caballo de Troya en el mundo de la educación formal bajo el patrocinio del Banco Mundial primero y posteriormente de la OCDE, a inicios de este siglo, y aquí permanecen, potenciadas y articuladas de manera transversal en el eje de los nuevos currículos, ropaje que va mutando en su epidermis ley tras ley pero que se mantiene en su semilla. Siguen en todo caso, a pesar de las recomendaciones de la Unión Europea, acogidas con escepticismo y resignación a la vez por una parte importante del profesorado de todas las etapas, que añora una vuelta a aquel currículo en donde los contenidos transformados en aprendizajes eran los ejes movilizadores.

Si bien el término ‘competencia’ en la definición de la Real Academia Española (RAE) recoge a priori una acepción más aséptica o menos comprometida para el mundo de la escuela –como sinónimo de disputa, oposición o rivalidad–, la introducción de la educación competencial ha querido nutrirse de una literatura pedagógica más bien ambigua que la acerca al sentido de aptitud o idoneidad que tiene una persona para desenvolverse en un contexto. De una manera u otra, las competencias clave, básicas, llave o como las queramos llamar no han cuajado por el momento en el sistema educativo, que sigue aferrado a cualquier tabla de salvación con tal de no encajar un modelo en el que no se termina de creer.

La planificación del proceso de enseñanza-aprendizaje a través del enfoque competencial parece claudicar en una especie de eterno retorno, ante los desajustes de una educación que, a pie de aula, clama por un regreso al humanismo y al rigor de la ciencia.  El profesorado, ante dicho modelo, se ha mostrado como aquel obrero metalúrgico protagonista de la película Tiempos modernos, que asume su papel en el engranaje pero que pierde el control de sus actos, de su pericia didáctica, por deambular por una teoría cuyo sentido no logra comprender dentro de una escuela plagada de requerimientos.

Y ello ocurre porque, como otros cambios, las competencias han sido impuestas, incrustadas con calzador en multitud de procesos evaluadores, y ahora también quieren aterrizar en la prueba de acceso a la universidad. Ya mantenía Antonio Bolívar en su libro Políticas actuales de mejora y liderazgo educativo (2012) que “lo que ha de cambiar no se puede prescribir porque los cambios en la práctica dependen de lo que piensen los profesores.” Pero, en el caso de la enseñanza competencial, lo peor es que no se puede decir de forma contundente que haya sido únicamente encorsetada por los principios jerárquicos que diseñan la educación, lo habitual y asumible en este trabajo; con las competencias se ha producido un sentimiento de impropiedad, de extrañeza, una suerte de impostura ideológica que proviene de esa mercantilización continua en la que estamos sumidos y que criticó Charles Chaplin en el filme mencionado. 

Las competencias, nacidas para la empleabilidad y el forzado engarce de la escuela dentro el desarrollo socioeconómico neoliberal, perecen en su cíclico intento por aderezar la escuela porque no fueron concebidas para ella. No germinaron para la construcción colectiva del conocimiento y los valores humanos, que es lo que representa el sistema educativo por más que lo maquillen a regañadientes con otro semblante. Tienen su sentido en el afán utilitarista que devora a la humanidad, el mismo que plantea la escuela como estadio que forja vencedores y vencidos en un partido, el de la desigualdad, que nunca debió empezar y que ahora no tiene fin. 

Porque el fracaso de la educación competencial encierra también la historia de otro fracaso, que es social: el del sentido de lo que hacemos y por qué lo hacemos, el del deleite no encontrado, el del éxito no logrado o el del frustrado deseo por aprender lo no aprendido. Ese sentido, ese deleite, ese éxito o ese deseo por descubrir en el aprendizaje algo novedoso que nos acerque a la emancipación claudican a la par que fracasa la educación competencial. Y eso ocurre porque al final nos hemos creído las historias que cuentan sobre educar en lo práctico, en lo rentable o en lo eficiente; como el Fausto que vende su alma al diablo ante un afán por encontrar explicación a la existencia. Pero las respuestas están dentro, en una educación humanista defendida a capa y espada en informes como Replantear la educación. ¿Hacia un bien común mundial? (2005) de la UNESCO pero que ahora, eclipsada, no logra reconocerse en el espejo.

La LOMLOE guarda, no obstante, un resquicio para la esperanza. Tiene en su preámbulo un sentido universalizador, inclusivo y garantista que se blinda a partir de la concepción de la educación como bien público que salvaguarda el estado. Pero si queremos que esto fructifique, debe devolverse el crédito a la comunidad docente, a la investigación mediante la evidencia científica, a los claustros como laboratorios para la reforma pedagógica, y no asumir una visión uniformadora y acrítica de la educación, alejada de las inquietudes de la sociedad contemporánea.

Para que reverdezca ese sentido debe, en definitiva, entenderse la historia de este fracaso de las competencias como un vestigio de esa ‘educación bancaria’ de la que hablaba Paulo Freire en Pedagogía del oprimido, publicado por primera vez en 1968.

Una educación asfixiada por un modelo que no es educativo y que nos devuelve, en una palpable derrota, a la historia de ese obrero de Tiempos modernos, atrapado en un engranaje social que actúa como barrera ante la forja de una vida próspera.

3 comentarios en «La educación por competencias: un fracaso en tiempos modernos»

  1. Querido amigo, una buena reflexión a tener en cuenta en la aplicación de la LOMLOE. Los docentes seguimos en el día a día con la esperanza que ese preámbulo se cumpla y nos lleve a la mejora, tan necesaria en esta época tan revuelta

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  2. Aunque ya estoy «en la reserva», como maestro suscribo el análisis que hace el autor sobre el mundo de las competencias, que, si bien parece partir de un sustrato lógico, no acertamos a convertirlo en el eje del aprendizaje.

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