El saber sí ocupa lugar

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El saber sí ocupa lugar. Y tanto que lo ocupa. Ocupa tanto lugar que, para extenderse y perpetuarse, ha nublado la existencia de otros saberes. 

La historia de la escuela es, en gran parte, la historia de la reproducción y expansión de esos saberes, esos conocimiento que unos y otros se afanan por concebir como más valiosos que el resto que va forjándose en la personalidad de cada estudiante. 

Mientras esos saberes se van adentrando en las construcciones identitarias de cada niño o niña -y los adultos nos vamos peleando por dilucidar qué saberes incorporamos a los currículos-, otros saberes eternamente marginados van cediendo, aún más, su espacio. Son eso, los otros saberes que ya no ocupan lugar, los que se olvidan con el tiempo: los saberes invisibles. 

La primera etapa educativa de la infancia está plagada de esos otros saberes que luego se quedan sin lugar -si espacio- en la escuela: son aquellas destrezas y habilidades que van desarrollando los pequeños desde muy pronto, y se van canalizando según los rasgos de una personalidad que comienza a forjarse. Aunque hay mucha discusión sobre este asunto, yo sí creo que ahí, en esos saberes llenos de curiosidad, ingenio y libertad creativa, hay rasgos de la personalidad que entran a formar parte de la construcción identitaria de los niños y niñas. 

Sin embargo, a medida que vamos avanzando en las distintas etapas educativas, los currículos escolares van dando pequeños giros no tanto hacia la profundización (que es lo que nos han hecho creer hasta ahora), sino hacia determinadas formas de entender las culturas que vienen impuestas en función de distintos intereses. Nos han dicho de forma indirecta que no hay profundidad ni valía en la libertad creadora, y eso ha terminado matando muchas de esas libertades vinculadas a ese ingenio artístico que, de forma polifacética y multiforme, tienen la gran mayoría de los niños y niñas. 

Pero mueren

Pero mueren. Es curioso ver cómo a medida que se va creciendo y se va subiendo de curso o etapa escolar, la creatividad, la libertad, la imaginación, lo humanista o lo emocional ceden progresivamente su espacio ante los saberes hegemónicos que tienen los docentes en sus bagajes identitarios y en su construcción cultural, y eso ocurre hasta alcanzar su destrucción definitiva. 

De hecho, sigue asociándose la identidad del docente con la de persona que acumula muchos conocimientos, con lo cual, configura su imagen como la del transmisor de saberes, y el niño o la niña como la de meros receptores de los mismos. Esta es una práctica tan ancestral como habitual hoy en día. Pero mientras el docente va expandiendo su saber, la infancia va entendiendo “a la fuerza” que aquellos otros saberes que desplegaban cuando eran pequeños (pintura, música, baile, manualidades, escritura libre…), no resultan válidos para el mundo que van a vivir, que necesita a personas «competentes». 

Y, ante esa situación, los saberes de la infancia van cediendo espacios ante esos edificios culturales plenamente asentados y que no difieren tanto de los de épocas pasadas. En cierto modo, se reproducen situaciones repetidas desde siglos anteriores, situaciones en las que el arte rebelde, transgresor, se ve obligado a ceder espacio ante una forma de entender las habilidades artísticas consolidadas por patrones culturales que se han pasado a llamar cánones (cánones de raigambre occidentalista, para ser más exactos). 

Esos cánones, que nublaron la existencia artística de multitud de colectivos marginados en la historia, son los que reproducen una forma de entender el mundo que se considera como la válida o, simplemente, la útil, por lo que el talento creador abierto y múltiple cede su terreno y pasa a ocupar un lugar recóndito en el ser humano, si es queda de él algo. 

Anulación cultural

Y con esta anulación cultural, recordamos sueños desvanecidos del ayer. Del ayer de las mujeres escritoras que se vieron obligadas a permanecer escondidas para dar rienda suelta a sus inquietudes, en esa habitación propia de la que nos habla Virginia Woolf. Del ayer del poeta forjador de un arte nuevo que se sentía maltratado o ninguneado entre otros seres humanos (recordemos los textos de poetas como Rubén Dabío, Rimbaud o Baudelaire). 

No es, en definitiva, algo nuevo el lugar preponderante que pasar a ocupar el saber dominante, el canon, el listado de tópicos, estereotipos, modas y clichés que moldean las construcciones culturales de las personas según un orden muchas veces dicotómico en el que todo se resumen a las dinámicas de lo bueno o lo malo, lo bello o lo feo, entre la opresión y la marginación. 

La mayor diferencia, de todos modos, con respecto a esas épocas pasadas también llenas de saberes iconoclastas, es la capacidad de lucha, la capacidad de pensamiento crítico que parece restarse en muchas ocasiones a pesar del baluarte de la libertad de expresión que se abandera como conquista social, pero que no parece incluir la libertad para expresar emociones y sentimientos.

Antonio Machado, en su poema “Recuerdo infantil”, expresaba: “Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de lluvia tras los cristales.” Cien años después, la escuela y sus prácticas parece seguir sumida en esa tarde parda y fría en la que los estudiantes, ante la atónita mirada de sus familiares y de esos maestros que los valoran y los entienden, siguen asistiendo al ocaso de su saber, el saber que los construye por dentro y los permite seguir vivos. 

Porque sí: el saber sí ocupa lugar.

© 2021 Albano Alonso

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