Me causan admiración las personas que sienten como una parte fundamental de sus vidas cuidar a los seres vivos que las rodean. Esa actitud repleta de empatía la observo, por ejemplo, en mi pareja día a día, cuando la veo escuchar a las plantas, hablarles, mimarlas, protegerlas y atenderlas ante cualquier imprevisto.
En una época marcada por el distanciamiento físico y los rostros escondidos tras una mascarilla, la ética de los cuidados corre cierto peligro si no fijamos bien nuestra atención en nuestro entorno: lo vemos en las calles, lo vemos en las casas y lo vemos en nuestros centros. Creo que es época de cuidar y de dejarnos cuidar.
En el ámbito educativo, que es en el cual trabajo, se reproducen escenas de la vida cotidiana a las que a veces no les prestamos la suficiente atención y miramos hacia otro lado: estudiantes que lloran de forma desconsolada tras un examen, tras saber una nota o tras una discusión con un docente; compañeros y compañeros que encierran detrás de su mirada que les ocurre algo.
Ante estas vivencias emocionales, complejas de resolver, la alumna o el alumno, por ejemplo, acude habitualmente a buscar un punto de apoyo, alguien que sienten emocionalmente más cercano para proyectarle lo que están viviendo y encontrar comprensión.
Normalmente, esas personas concebidas como confidentes emocionales o son de la misma edad o son profesoras con un grado de empatía mayor, una sensibilidad ante las dificultades que las hace permanecer firmes y disponibles ante cualquier inconveniente, aunque luego se derrumben por dentro por su propia personalidad.
Es curioso que para esas personas se hayan acuñado expresiones como tutores emocionales o afectivos; es como si fuesen docentes tocados por una luz especial que los diferencia de los demás, cuando esa luz debería ser parte de la dedicación y el amor que todos le profesamos a nuestra familia, a nuestras amistades, a nuestros compañeros de trabajo o a nuestra profesión, porque eso es parte fundamental de la crianza, de la educación o del acompañamiento socio familiar; una mezcla de afecto, cercanía y comprensión.
Y es así, en función de este tipo de habilidades, como los docentes vamos siendo encasillados en otro tipo de marcas por parte del alumnado para las que nos enseñaron: no todos somos tan malos para ellos. Esos roles -diferentes al ejercicio clásico del magisterio- muchas veces van asociados a cuestiones de género (sienten más cercanía, como comenté, hacia una docente mujer), mientras que otros se vinculan al grosor de la coraza con la que nos armamos cuando entramos en un aula a dar una clase.
Sucede así una perpetuación de una imagen tradicional en la que determinadas personas jóvenes confían en sus madres para contarles sus problemas, sus sentimientos o sus conflictos emocionales, pero sin embargo no confían en sus padres, ya que ellos están para otras cosas.
Conectar con el entorno
Esa asociación del mundo de los cuidados a determinadas personas, en función de su identidad construida culturalmente, es en cierto modo perjudicial, ya que el mundo necesita globalmente del desarrollo personal o colectivo de esa ética humana de los cuidados, que es lo que nos hace sentirnos comprendidos y lo que nos hace conectar con los seres vivos de nuestro entorno, sean plantas, animales o personas: una actitud relacional se proyecta en la otra, y así se va encadenando.
Al igual que en una familia no debiera haber un rol asignado para la persona cuidadora de las mascotas (ni por supuesto de los hijos e hijas, ni de las personas mayores), en las escuelas los valores relacionados con los cuidados y la protección debieran estar en la epidermis de cada centro, de cada aula, de cada espacio educativo en el que trabajamos o estudiamos, de cada persona de las que allí nos desenvolvemos, más allá de cualquier carga estereotipada de acuerdo con determinados sesgos.
Debería ser parte, así, de las señas de identidad de los proyectos educativos escolares, en una época atravesada por un tumulto de crisis, superpuestas una sobre otra, en donde ya ni se distingue lo sanitario de los social o cultural, porque todo está interrelacionado.
Y cuidar no es sobreproteger, no lo confundamos.
Es tener la suficiente sensibilidad para darnos cuenta de los cambios que suceden a nuestro alrededor que pudieran tener que ver con el ámbito de los afectos y de los sentimientos. Es hacer sentir a las personas que sufren o que simplemente se sienten perdidas que no están solas y que tienen a otro ser para que las acompañe en ese proceso muchas veces traumático.
Y una parte importante de nuestro alumnado se siente perdido, se siente frustrado ante la incomprensión y muchos de ellos ya con claros signos de ansiedad: cultivar con ellos y junto a ellos -los más necesitados- esa ética de los cuidados a través del riego de la empatía, del realce del arte por el arte, de la identificación con nuestro entorno, de la proyección de lo que sentimos en los demás, de la escucha activa, de la mirada atenta, del amor por la fertilidad de distintas identidades y del abono del diálogo, puede ser la parte más bonita de nuestro trabajo y, por qué no, de nuestras vidas.