Se vende desigualdad (en la escuela)

//

En cada centro educativo, levantamos una piedra y brotan a borbotones los casos de desigualdad, desequilibrio o inequidad. Caminamos demasiado cuesta arriba como para que pueda ser, de repente, de otra manera. 

Llegó a mis manos hace poco el ensayo de François Dubet titulado Por qué preferimos la desigualdad (Siglo Veintiuno, 2021). En su primer capítulo, el autor despeja algunas incógnitas sobre si la escuela atenúa las desigualdades estructurales o, en cambio, las reproduce de forma inevitable; plantea, incluso, si puede en el recorrido académico llegar a acrecentarlas. La verdad es que sus reflexiones no me han dejado indiferente y me llevan a pensar una vez más en las exigentes aspiraciones que se depositan en cualquier sistema educativo en una sociedad democrática. 

Reconozco que nunca me he creído mucho el discurso de la escuela como ascensor social. No creo que los niños y niñas, cuando entran en la enseñanza obligatoria, se suban en una especie de catapulta que los conduzca al ascenso de clase, ya que son demasiados los condicionantes que lastran la movilidad social como para creer ciegamente en ello. Sí que es cierto que la escuela reúne, en teoría, condiciones adecuadas para hacer que crezca el tallo de unas bases igualitaristas a las que debe aspirar la sociedad. De ello hablaba hábilmente César Rendueles en otro ensayo, Contra la Igualdad de oportunidades (Seix Barral, 2020). Sin embargo, las raíces sobre las que está sembrada la escuela actual, y el abono del que se nutre por inercia, me hace temer presagios poco alentadores. 

Prefiero ser realista y abrir los ojos ante una escuela que, fruto de dinámicas incrustadas en su maquinaria, reproduce desigualdades e incluso alienta algunas nuevas. El sistema educativo pervive nutrido de encorsetamientos y categorizaciones culturales que no aciertan a encajar con los principios de inclusión, de igualdad de oportunidades o de equidad, por mucho que las instituciones y sus representantes se empeñen en hablar de ello por interés. Si dejamos para otro artículo el escandaloso desequilibrio en la configuración de los mapas escolares, cuando un estudiante comienza en España la educación obligatoria  (a los seis años de edad) ya se perciben condiciones deterministas que, en función del origen, las capacidades o las circunstancias personales, sociales o familiares, lastran el progreso del individuo dentro del sistema en gran medida. Y en los años siguientes, poca solución se atisba, tal y como demuestran muchos estudios.

Los propios juicios de muchos docentes sobre el alumnado en sesiones de evaluaciones y otras reuniones demuestran la radiografía del sistema educativo que tenemos: desde ser etiquetados en función de quiénes son sus padres, madres o hermanos, hasta llenar nuestras apreciaciones —en teoría, cualificadas— de comentarios cargados de connotaciones (muchas veces peyorativas) que poco tienen que ver con el proceso evaluador. Al final, los profesionales de la educación somos también humanos, y nuestras debilidades como sociedad, perpetradas en una opinión pública cada vez más zarandeada en función de poderes económicos y otros intereses, se plasman en lo que comentamos sobre cada alumno o alumna. 

Para que la escuela no venda desigualdad, que es lo deseable, hay que darse cuenta de esas muchas cosas que fallan y, por qué no, mirarse el ombligo para buscar en él qué factores de cohesión están errando en su entramado. Tenemos una educación reglada con escasa orquesta presupuestaria (el primer gran lastre), apoyada en modelos organizativos segregadores y pedagógicos tradicionales cerrados, sustentados en la instrucción directa como metodología predominante. Se nutre también de un modelo evaluador seleccionador (contraria a la idea de evaluación como proceso regulador), altos índices de segregación y una tradición seudoescolástica sustentada en la tesis falaz de que la repetición de curso es positiva, en el país con mayor tasa de repetidores de Europa. Con esos mimbres, y más allá de demostrar con datos el sustento teórico en el que se apoya la eficacia de este endeble modelo, los datos no fallan: seguimos registrando importantes cifras de abandono escolar temprano, a pesar de la mejoría notable en los últimos cursos (palpable tras la pandemia, cuando se flexibilizaron los criterios para pasar de curso o titular) y, sobre todo, demasiados síntomas estructurales de marginación interior  —la que se da dentro del propio sistema— como para ansiar la culminación de una escuela asentada en valores equitativos.

A pesar de los fogonazos profesionales que miles de docentes emprenden en solitario, incluso en entornos sociales difíciles, por hacer de sus clases un espacio de escucha, cooperación, encuentro y diálogo educativo para construir el conocimiento a través de modelos inclusivos (con resultados en términos de equidad evidenciados como positivos en muchos contextos), no es tan fácil salir de esas inercias: el peso de nuestras concepciones culturales, bajo el tapiz del sesgo del superviviente, o la herencia del modelo propedéutico en el que aprendimos en plena enseñanza obligatoria, sigue prevaleciendo, a pesar de sus discutibles resultados. Sigue pesando demasiado a la hora de intentar contrarrestar o impulsar cambios conducentes hacia un proyecto democrático y participativo de escuela, en la línea de la conformación de una ciudadanía comprometida en la que se revierta un modelo de sociedad sustentada en la injusticia social en todas sus caras. 

Desde diversos ángulos de la pedagogía crítica se ha estudiado la relación entre un marco reproductivo de la educación, vertical y unidireccional, basada en la teórica transmisión de conocimientos, y la perpetuación de privilegios y desigualdades dentro de la institución escolar; sin embargo, esta es la radiografía del sistema que continúa imperando, heredera de una escuela a priori ilustrada en su esqueleto pero atravesada por la lógica imperante del mercado que atenaza sus vértebras (la escuela como proceso de selección) hasta el punto de no ser capaces de distinguir las realidades que hay detrás de los números en los que hemos convertido a los estudiantes que año tras año pasan por nuestras aulas plagados muchas veces de desmotivación y desarraigo. 

¿Soluciones? No sé si las hay a corto o medio plazo, pero debemos aspirar a ellas. En multitud de lugares existen ejemplos de aprendizaje-servicio, de comunidades de aprendizaje y formación, de escuelas democráticas, de entornos educativos apoyados en la inclusión como principio, de acciones pedagógicas no formales basadas en la interculturalidad o de loables intentos de asociacionismo juvenil, en el seno muchos de ellos de la educación reglada y en colaboración con otras organizaciones. En ellos vemos proyectados los ideales comunitarios y redistributivos necesarios para, con los recursos de apoyo necesarios y desde la concepción de la diversidad como un valor, lograr esa escuela atenuadora de desequilibrios sobre la que reflexionaba al principio de este texto: la educación, al fin y al cabo, como un proyecto inclusivo de vida

Ahí está la esperanza: se trata de hacer del sistema educativo también un espacio simbólico para la reflexión sobre la injusticia distributiva que eclipsa la sociedad hasta normalizar diferentes formas de desequilibrio estructural.

Resignificar, en definitiva, en una idea de liderazgo compartido —alumnado, familias y equipos docentes—, el sentido que queremos darle al sistema educativo, en tanto agente de producción de dinámicas colectivizadas y solidarias, para que nuestra escuela no siga vendiendo desigualdad, con todas sus consecuencias. 

Deja un comentario

© 2021 Albano Alonso

Aviso Legal / Política de cookies / Política de privacidad /