Perder la memoria

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Somos memoria. Si la perdemos, perdemos nuestra identidad, nuestro ser. El filósofo Henri Bergson decía que “nuestro pasado nos sigue y va acrecentándose sin pausa a través del presente que recoge a lo largo del sendero”. Es ese mismo sendero el que inspiró a poetas como Antonio Machado; es la memoria lo que sustentó el sentido creador de novelistas como Marcel Proust

La pervivencia de la memoria sustenta nuestras vidas, nuestras relaciones y la base de nuestra convivencia. Es necesaria en todas las facetas del ser humano, y también lo es en la escuela. Nadie lo puede negar. El problema, sin embargo, no es tanto valorar hasta qué punto es importante la memoria, ya que no debe, reitero, obviarse su trascendencia: el problema es cómo hacer que las vivencias, las experiencias y los aprendizajes que consideramos necesarios pervivan en ella, con el fin de que estas puedan hacernos crecer y madurar en el futuro. 

Mediante el recuerdo, el ser humano puede poner en un mismo plano pasado y presente, y es así como vamos construyendo nuestra identidad, que siempre es mutable. Es lo que le hace conectar las experiencias pasadas con las vivencias actuales, con el fin de transformarlas, seleccionar aquellas que necesitamos de entre las que han penetrado e incorporarlas a una especie de ADN vivencial. 

En la escuela, muchos de esos recuerdos no perviven; otros, sí. Normalmente aquellos que se hacen sólidos son los que se “incrustan” en estadios emocionales o especialmente significativos para la persona. No suelen pervivir, en cambio, los que se basan en los llamados aprendizajes memorísticos, muchas veces nutridos de una metodología basada en la repetición mecánica. 

Los docentes, según las distintas disciplinas que hemos estudiado, tenemos incorporada a nuestras identidades culturales una serie de conocimientos que consideramos imprescindibles para entender el mundo moderno y para que nuestro alumnado pueda desenvolverse en el mundo que le ha tocado vivir. Así fue como nos lo enseñaron cuando éramos pequeños, y luego cuando fuimos a la universidad. 

Sin embargo, es habitual que el alumnado, incluso aquel o aquella de mejor rendimiento o más maduro, confiese que muchas cosas de las que estudian las olvidan poco después de la mal llamada época de evaluaciones. De hecho, los adultos también hemos olvidado muchas de las cosas que nos explicaron en la escuela. 

En los hogares pasa algo similar: los mensajes que reiteradamente intentamos que nuestros hijos e hijas incorporen a sus hábitos de vida muchas veces se quedan en “saco roto”, por lo que, fruto de la desesperación, recurrimos bien a la repetición o bien al enfado como técnica extrema, fruto de la frustración.

De una forma u otra, nuestros procedimientos como familias o como docentes a veces se acercan. Lo que hacemos y lo que siempre hemos hecho nos debe llevar a una profunda reflexión sobre la persistencia de la memoria, y sobre qué cosas queremos que se incrusten durante largo tiempo en ella. 

Porque si hablamos de memoria, también tenemos que hablar de olvido, un olvido a veces forzado que es el que lleva a que colectivos históricamente marginados no formen parte de la memoria colectiva, fruto del desinterés por que sus construcciones culturales formen parte de la memoria individual. 

Impacto emocional

Creo que es hora de entender la memoria en un sentido amplio. En la escuela, es necesario que los aprendizajes se conviertan en experiencias de impacto emocional en el alumnado, si queremos que los conocimientos penetren y se hagan imperecederos. Esos aprendizajes, así, deben conectarse de forma reflexiva con las identidades y las construcciones que ya tenemos en un aula, en todo nuestro alumnado (no, no son compartimentos “huecos” que hay que rellenar). Es la forma de entender el mundo que ya trae consigo el estudiante, un entendimiento que muchas veces se infravalora ante la prevalencia de los saberes hegemónicos. 

En un fragmento de la Parte I de Por el camino de Swann, de Marcel Proust, es el olor, el sabor y la textura de una magdalena lo que hace recuperar la memoria involuntaria al protagonista, rememorando un momento de su infancia; es esa memoria involuntaria la que es capaz de hacer revivir con matices episodios de nuestra vida pasada que se han convertido en imperecederos. Esa es la memoria que debe defenderse en la escuela y en la vida en general, y no tanto el manido aprendizaje memorístico.  

Tanto la escuela como la crianza deben llevar aparejado ese afán por convertir en recuerdo lo que llamamos memoria, porque lo que no se recuerda muere en el olvido. Asociar el presente y el pasado desde una perspectiva coral, crítica, inclusiva y respetuosa, es uno de los retos de nuestra sociedad y es lo que convierte a los centros escolares en instituciones fundamentales en una democracia, y no tanto el que sean transmisores de conocimientos. 

Convertir el aprendizaje en una experiencia de disfrute y deleite personal es la llave para ello, ya que el aprendizaje es eso: un proceso lento de recuperación de visiones, perspectivas y opiniones de otros, que se multiplican y se seleccionan hasta convertirse en una experiencia abarcadora: esa experiencia que nos lleva a no perder la memoria. 

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