Las familias no van a la escuela. Tampoco tienen por qué hacerlo y, si quisieran, en esta educación de la era pandémica tampoco pueden casi, ya que los centros, en aras de la protección de la comunidad escolar, se han convertido en búnkeres acorazados repletos de medidas para entrar, permanecer o salir. Este es el papel de las familias en la revuelta educativa probablemente más compleja de la historia y así lo están afrontando.
Es habitual abanderar como causa de los malos resultados a través de los informes de rendimiento escolar la escasa implicación de las familias en el seguimiento y desarrollo escolar de los menores.
Esta sensación de “culpa” supone una tendenciosa generalización que pudiera hacer sentir malas personas a aquellas que no saben de qué manera pueden ayudar a sus hijos e hijas, ya que no sienten que tengan los conocimientos ni las capacidades para ello. No creo que todas las familias del alumnado que suspende sean así de descuidadas como las imaginamos; de hecho, considero que la mayoría entran en este grupo de personas preocupadas pero impotentes ante los embates de una educación reglada que tiende al conservadurismo.
Aún con todo esto, en los peores momentos de la pandemia, durante la enseñanza a distancia, hay que reconocer que a las familias -especialmente a las madres- que se les cargó indirectamente con una responsabilidad añadida, la de ser vigilantes mesiánicos del devenir escolar de sus descendientes, una responsabilidad que impactó de lleno contra los escasos atisbos de conciliación, si es que quedan algunos.
Las tareas no son para las familias
Si en este último año hemos involucionado en distintos campos de la sociedad, uno de ellos creo que es en esta parcela de las relaciones entre familia, escuela y sociedad. No está escrito en ningún lugar que las familias sean responsables de hacer las tareas junto a sus hijos e hijas -a veces parecen más tareas para las primeras-, y tampoco de realizarles un seguimiento acerca de cómo las desarrollan, ya que es esta labor del docente, que es quien tendrá los conocimientos técnicos necesarios para ello.
Sin embargo, sí que es necesario que, en su parcela -que es el hogar- hagan lo posible para que los más pequeños, que están bajo su tutela, quieran sentarse a trabajar en determinados momentos del día o la semana, así como de facilitar los ambientes adecuados para ello, con el fin de crear ciertos hábitos y rutinas de trabajo que van a necesitar en el futuro. Pero todo ello en su justa medida.
El sentimiento de culpa y frustración que muchas familias sienten cuando no saben cómo ayudar a sus hijas e hijos a hacer tareas escolares que no entienden, muchas veces por su alto nivel de abstracción y complejidad, puede convertirse en un flujo negativo que retroalimenta y aviva la apatía y la ansiedad en los hogares hasta el punto de generar rechazo y, por ende, conflictos añadidos.
Viven, por todo ello, las familias, uno de los momentos de mayor complejidad en su papel como pilar fundamental en el funcionamiento de la escuela. En unas circunstancias actuales en la que la comunicación con los centros se dificulta y se hace accesible solo para aquellas personas que se manejen bien en competencias digitales, esta situación de frustración incrementa las desigualdades estructurales marcadas por cuestiones como la formación, el origen o la condición de pobreza que pudieran atravesar determinadas personas más que otras, factores que no tienen necesariamente que verse mejorados por soluciones provisionales como préstamos de ordenadores u otro tipo de ayudas materiales o económicas, simplemente porque el problema, reitero, es estructural.
Porque no: las familias no van a la escuela. Ni lo han hecho nunca ya que la escuela es para los que están en edad de escolarización: los padres y las madres ya en su momento estudiaron (los que tuvieron la oportunidad de hacerlo). Parece sencilla esta ecuación, tan sencilla como importante me parece recordarlo en estos momentos de enorme tensión social.
¿Mayor formación?
Otra cosa es distinta es que se piense desde el sector del profesorado que las familias necesitan de forma generalizada mayor formación, aspecto en el cual se debe ahondar desde otros segmentos sociales: ahí podrían entrar aspectos básicos como la nutrición, la identidad de género, las habilidades sociales básicas, el desarrollo de los adolescentes, la salud mental, etc., temáticas sobre las cuales sí que es conveniente que se amplíen los conocimientos e inquietudes en los hogares, ya que redundaría en la mejora de la convivencia y en el respeto a la diversidad.
Pero esa necesaria mejora de la formación no implica que les exijamos a las familias un esfuerzo que no les corresponde, ya que en la evolución educativa de los más pequeños son hasta cierto punto responsables, sí, pero lo son en la parcela que les corresponde: el acompañamiento, la motivación, el aliento para no abandonar, los cuidados, el esfuerzo, la vigilancia de los horarios, la negociación, los referentes, etc.
Porque más importante que que vayan o no vayan a la escuela, al fin y al cabo, es que sientan que confíen en esta para el desarrollo educativo de sus hijas e hijos, y la acompañen con tesón, comprensión y empatía en este bonito pero difícil proceso, siempre teniendo en cuenta cuál es el papel de cada uno, así como los límites de su responsabilidad.