Me lo decía hace poco una compañera recién jubilada a la que ya echo mucho de menos: lo mejor de nuestro trabajo es el contacto con el alumnado, además de con muchos compañeros y compañeras que también van sellando una huella imperecedera en nuestro camino.
Últimamente a mi alrededor han ido dejando la profesión, tras varias décadas de entrega a la enseñanza y compromiso social, varias personas entrañables: de ellas y ellos aprendí mucho más que en la gran mayoría de cursos en los que he participado. En medio de un café apresurado y a veces a trompicones por los pasillos, siempre compartimos anécdotas y sonrisas; algún que otro malentendido también, no lo voy a negar, pero cosas que con los años he aprendido a relativizar para decir: “caray, cuánto los extraño. Cuánto aportaron a esta profesión. Cuánto me enseñaron en medio de tantas conversaciones”.
Pero esto es un ciclo que nunca se detiene: detrás, van llegando docentes jóvenes, la mayoría de ellos entusiastas y dispuestos a cargar su mochila de experiencias vitales y profesionales con los relatos y vivencias que, de forma colectiva, vamos tejiendo en ese entramado tan complejo pero enriquecedor a la vez que llamamos comunidad educativa.
Sin embargo, en este universo académico tan diverso y cambiante, hay otra cara, un reverso de una moneda en la que no todo es ilusión o empeño. Hace poco se hicieron eco los medios de comunicación del mensaje de un docente joven dispuesto a abandonar su profesión por las continuas faltas de respeto del alumnado. Muchos periódicos recogieron este titular, a raíz de una publicación viral de este en una red social: “lo dejo, me estoy amargando la vida”. Sin embargo, ¿es esta visión la generalizada del desempeño docente?
Los profesionales de la educación vivimos tiempos convulsos y complicados, cierto. A pesar de ello, no creo que sean ni más ni menos complejos que los de otras épocas en las que también nosotros y nosotras fuimos jóvenes. Me preocupa, por eso, que se expanda en el eco colectivo esta perspectiva sesgada y condicionada por los acontecimientos que pueden haber rodeado a la labor de un docente concreto en un contexto determinado para que su tallo crezca en la opinión pública: nuestra profesión, podría deducirse de ello, se asemeja más a un episodio del Infierno de Dante —dirán muchos— ya que lo que más escuchamos son relatos de dolor y congoja sobre el deterioro del clima de convivencia, historias que marcan el bienestar emocional de los que resistimos en el quehacer cotidiano de los centros escolares.
Me inquieta que haya muchos compañeros y compañeras que sientan esa desesperación, que, considero, va más ligada al acompañamiento en el desempeño de nuestro trabajo y a aspectos vinculados a nuestro desarrollo profesional, lo que impacta en nuestra labor (igual que ocurre con el alumnado que no se siente acompañado y escuchado, vamos): todo ello, provoca, en un cóctel de gran complejidad, que bastantes profesionales se sientan cada vez más sobrecargados y estallen con gran facilidad ante los problemas cotidianos de estudiantes desapegados de la institución escolar. Ya lo decía Francisco Imbernón en En Ser docente en una sociedad compleja (2017): “una educación en crisis y un profesorado intensificado por un exceso de trabajo conllevará, a medio plazo, elevados costes para la sociedad.” Lo estamos viendo.
Sé que no puedo hacer nada por ese profesor joven derrumbado ante el complejo panorama que le ha tocado vivir este curso; no puedo más que lanzarle un mensaje de ánimo y aliento, con el deseo de que todo mejore y recupere ese compromiso ilusionante que nos lleva un día a querer ser docentes, más allá de un salario digno y de una condiciones laborales que, visto lo visto, no son del todo malas.
No obstante, es deseable también que la opinión pública, tan ávida de fagocitar titulares polémicos para lograr más lecturas, conozca y difunda otros relatos repletos de compromiso ético, buenas prácticas y dedicación plena que pueblan la realidad de los centros y que a veces no salen a la luz sino cuando alguien dedica unas palabras de homenaje en algún acto, llámese por ejemplo una jubilación, de lo que precisamente hablaba al inicio. Al final, de eso se trata: de verlo todo en perspectiva.
No voy a negar que el llamado síndrome del profesor quemado no siga latente, ya que hay años y momentos de nuestra trayectoria en los que parece que se nos viene el mundo encima. Pasa al final como en otras facetas de la vida, cuando tenemos la sensación de que todo nos sale mal y que el contexto nos es hostil. Ante ello, tenemos todo el derecho a explotar. Sin embargo, tras una profesión cada vez más burocratizada y plagada de mecanismos de control y vigilancia (algunos de ellos necesarios en su justa medida, todo hay que decirlo), se esconde el mensaje comprometido y solidario de aquella docente que deja atrás el contacto con generaciones y generaciones de jóvenes a los que les brindamos las herramientas para tener una vida plena. Ese es el mejor reconocimiento que podemos obtener, el que nos reconforta de verdad y nos ayuda a levantarnos cuando tropecemos.
Porque, sí, y también me lo recordaba un día en medio de un desayuno apresurado otra compañera, docente en prácticas, justo en el extremo opuesto de la trayectoria profesional de mi querida colega jubilada: a pesar de que los que ejercemos en Secundaria hayamos estudiado matemáticas, lengua, historia, física o química, el trabajo docente tiene mucho de compromiso social. Eso no nos convierte en salvaguarda de las dificultades y brechas de la sociedad, claro que no. Las rasgaduras que están fuera de la escuela difícilmente podrán ser remendadas por la labor de un colectivo de docentes ávidos de ahondar en su implicación social. Sin embargo, la deuda que tiene el planeta con la profesión de enseñante (o mejor, con el ejercicio del magisterio, del educador) es incalculable.
En esa representación simbólica como instrumentos por y para la cohesión social y el bien común, los docentes tienen que seguir creciendo día a día, a pesar de las hostilidades con las que algunos puedan tropezar. Tienen que continuar reconfortándose por poder estar en pleno contacto con las generaciones de jóvenes de la sociedad actual, los que ocuparán los puestos de trabajo del mañana y los que habitarán el mundo del futuro. Eso sin olvidar que, en medio de dinámicas solidarias, la mejora de nuestros derechos y condiciones de vida y trabajo son también la mejora de las condiciones en la que nuestro alumnado estudia, claro está.
Estoy de acuerdo con tus palabras. Para mi el alumnado siempre fue el referente principal. Junto a ellos los compañeros y compañeras. Aunque llevo jubilado más de una década, aún sigo trabajando con ellos en proyectos diversos de distintas asociaciones culturales, educativas y sanitarias. Animo al profesorado jubilado a que no dejen de tener alumnado, su experiencia y saber es necesaria seguirlas ejerciendo, no de una manera formal sino como una vocación. Estas asociaciones aportan mucho al alumnado gracias a ese grupo de docentes «voluntarios» que siguen enriqueciendo, con sus aportaciones, la vida escolar.