El día a día del docente es vertiginoso: entre clase y clase, conversaciones fugaces en pasillos para hablar sobre la última incidencia del día, avisos de WhatsApp en grupos para coordinarse a contrarreloj, lecturas superfluas de correos de la directiva de turno para cumplir con la penúltima instrucción, reuniones donde anotamos a trompicones lo que nos dicen por si acaso, guardias improvisadas y más.
Y, en medio, muchas dosis de cafés e infusiones para sobrellevar mejor la jornada. Podría decir que esa es la piedra diaria de la cotidianeidad con la que carga cada profesor o profesora, cual Sísifo en el mito, desde que empieza un curso hasta que lo acaba. Pero no, hay muchas piedras más. De hecho, la piedra más pesada que arrastra el profesorado se llama cultura docente.
Esa roca, en su morfología, es variopinta y diversa, y por eso es tan persistente. En ella se encaja un mundo complejo de construcciones sobre lo que la sociedad piensa del profesorado y lo que, a su vez, este piensa de la sociedad. En esas construcciones entran en juego las vivencias, sesgos y percepciones de cada uno, tantas como personas (vivimos en un curioso país en el que cualquiera sabe u opina sobre educación): todo ello forma parte de esa lastimosa losa de la que cada Sísifo, cada profesional de la educación, no se puede desprender.
Después, hay mucho más: en su composición, cada piedra tiene en forma de minerales los rasgos de la identidad de una profesión que tiene mucho de vivencial, y esa es una característica fundamental para entender la cultura docente: el profesorado es, en porciones heterogéneas, igual o similar a como fueron con él cuando era pequeño, como vio a su alrededor, como le enseñaron en su casa, en su familia, o como mamó de su entorno; y en otra porción, es como aprendió en la universidad; pero no como aprendió a ser docente, sino como se impregnó de los rasgos de los profesionales que les dieron clase y de los que guarda un buen recuerdo.
Todo ello conforma esa mixtura compleja que llamamos cultura docente: un batiburrillo que cuesta un mundo moldear, puesto que incorpora nuestros vicios, manías, comportamientos y rutinas, que van más allá de lo estrictamente metodológico o pedagógico, y que dificulta tanto cambiar. Y por eso es tan complicado trabajar con personas, tratar con compañeros o compañeras que tienen en su mochila un peso diferente de la piedra angular que es la educación, ejercer el tan utópico liderazgo pedagógico que se pide por ley.
Las concepciones previas del profesional del sistema educativo sobre la práctica de aula y el día a día de su trabajo marcan, pues, esa cultura docente. Jiménez Llanos y Correa Piñero (2002), por ejemplo, llaman a esta pesada roca teorías implícitas del profesorado: “en tanto que elaboraciones personales, las teorías implícitas del profesor tienen su soporte en el propio sujeto, pero se basan en un sustrato de origen cultural”. Si rompemos esa roca para analizarla de forma concienzuda, nos encontraremos con prácticas aprendidas mediante la observación o la imitación, con nociones categorizadoras sobre este trabajo o con concepciones heredadas en las que aprendimos y de las que no nos podemos desprender tan fácilmente.
Puestos a categorizar, todo ello, grosso modo, nos conduce a la imagen de un docente que desempeña su labor de una determinada manera: trabajo en solitario frente a un grupo de estudiantes en un aula organizada de forma tradicional (nos cuesta, así, apreciar las bondades de la codocencia), desempeño de labores de planificación y corrección (muchas veces en nuestras casas, lo que es impensable —dicho sea de paso— en la mayoría de profesiones), casi siempre en soledad; así entendemos nuestra labor y así la reproducimos sistemáticamente, generación tras generación.
El impacto real del peso de esta piedra se puede medir cada vez que resuenan en nuestros entornos escolares o en medios palabras como “cambio” o “transformación”, ideas que chirrían a un sector importante, en medio de ese remolino de novedades legislativas educativas en el que hemos estado inmersos en la historia de nuestra democracia. Pero ya lo decía Antonio Bolívar: “lo que ha de cambiar no se puede prescribir porque los cambios en la práctica dependen de lo que piensen los profesores”. Y es así: las reformas en educación van tan despacio porque dependen de esa cultura docente.
Esa piedra que cargamos de forma cíclica, una y otra vez, tiene otros recovecos, y es ahí donde veo el problema: nuestra ideas de diversidad, de inclusión, de equidad, de esfuerzo, de excelencia, de mérito o incluso de calidad educativa, dependen del peso de esa roca a nuestras espaldas, aderezada, claro está, con nuestra ideología: es decir, depende de nuestra forma de hacer política, de querer mejorar la sociedad, a través del acto educativo. Y es ese peso lo que determina el escaso impacto de las novedades legislativas en materia educativa, su forma de instaurarse verticalmente e incluso la pobre eficacia de la formación profesorado. Porque, sí, los que nos forman para ser los docentes de esa sociedad compleja, también están marcados por su cultura docente que transmiten a sus discentes. Y, así, hasta la saciedad.
Según la Encuesta de Población Activa (EPA) de 2021, el sector docente es el que más se forman durante su carrera laboral. Sin embargo, en la práctica, pesa más esa cultura docente, nuestras rarezas, costumbres y manías: lo que marca, al fin y al cabo, el ADN identitario de nuestro gremio en el quehacer diario; algo parecido a la intrahistoria de la que hablaba Unamuno.
Cada centro escolar se convierte, así, en una radiografía del funcionamiento de esa cultura docente: un mapa digno de estudio antropológico que representa cómo nos comportamos entre nosotros a partir de esas creencias, y es por eso por lo que se producen los habituales fricciones dentro de una comunidad escolar: la mezcla que provoca ese corpus cultural nos hace chocar en nuestras diferencias y concepciones, lo que nos lleva, por ejemplo, a pensar a veces que lo más difícil de nuestra profesión es lidiar con algunos de nuestros compañeros.
¿Cambiar esto? Complicado, ya que penetrar en esta especie de sustrato humano implica paciencia, empatía, capacidad reflexiva y tiempo para encontrar espacios para una formación más crítica, colaborativa, basada en la escucha y en la narración de experiencias que nos permitan verbalizar nuestros errores y aciertos.
Querido amigo tienes razón en lo que comentas. Personalmente he vivido esa reflexión. Esa piedra personal es difícil encajarla en el edificio que intentamos construir a lo largo de nuestra visa profesional. Mirando hacia atrás y observando mi construcción le veo defectos que no puedo modificar.
Esa piedra yo la interpreto como creencias. Esas creencias, las que nos conforman como personas y que se forjan con las experiencias vividas, pueden ser limitantes, es decir, que no te dejen avanzar. Es condición indispensable del ser humano adaptarse al entorno. Es por ello que nuestro cerebro es neuroplástico, es decir, tiene la gran posibilidad de crear nuevas conexiones con nuevos aprendizajes. Es capaz de desaprender.
Depende de cada docente avanzar o quedarse estancado. Depende de cada docente aprender del que tiene al lado. Depende de cada docente darle una vuelta a su aula y crecer con ella.
Es parte de la cultura docente aprender de los demás. Es deber del docente ser aprendiz siempre.
Gracias por esta publicación.