¿Existe la obsesión por la nota?

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¿Existe la obsesión por la nota? Esta es una pregunta que, en nuestro día a día, y como parte de la evaluación permanente de nuestra profesión, nos debiéramos hacer los docentes (si no nos la hacemos ya), cuando vemos que el alumnado obvia a menudo el valor de la retroalimentación y la revisión cualitativa para fijarse solo en la calificación que ha obtenido y en la que han obtenido los demás. ¿Por qué ocurre eso?

Si nos fijamos, por ejemplo, en lo dispuesto en el artículo 28 de la LOMLOE, se refleja que “la evaluación del proceso de aprendizaje de los alumnos y alumnas de educación secundaria obligatoria será continua, formativa e integradora”: un proceso de carácter pedagógico o regulador que se orienta a identificar los cambios que hay que introducir en el proceso de enseñanza para ayudar al alumnado en su propio proceso de construcción del aprendizaje.

Para analizar por qué sigue primando el valor de la calificación numérica sobre el proceso evaluador descrito en la norma, habría que tener en cuenta, en primer lugar, si el profesorado es consciente de esos principios estructurales que determinan casi todo nuestro trabajo, para lo cual es necesaria una formación eficaz en esta materia, así como la capacidad de desterrar percepciones manidas sobre el éxito y el fracaso de nuestro alumnado

En segundo lugar, hay que tener en cuenta si esos principios son conocidos e interiorizados por alumnado y familias desde etapas tempranas, o más bien si lo que ocurre es que, desde que entran en Primaria, les enseñamos inconscientemente que el rendimiento personal se traduce en una escala numérica de 0 a 10, y que todo lo demás es secundario. 

En tercer lugar, hay que reconocer que sigue existiendo, a pesar del paso de los años, un eslabón perdido en la manera en la que cazamos ese carácter continuo, formativo y regulador de la evaluación con la proyección en calificaciones numéricas de los resultados finales obtenidos por el alumnado, que, al fin y al cabo, son la información fundamental que viene a figurar en su expediente académico, y lo que determina, por ejemplo, el acceso a estudios superiores.  

Planteada, así, la educación, como si de una competición se tratase, no es de extrañar que las calificaciones terminen por obsesionar a nuestro alumnado; al fin y al cabo, no es su madurez, ni su grado de adquisición de las competencias, ni su progreso ni sus aptitudes inherentes y difícilmente medibles lo que ha determinado que pasen de curso o que sean clasificados en términos de excelencia académica, sino su rendimiento proyectado en una cuantificación que, creemos, es lo más objetivo y, por lo tanto, lo más justo.

Pero esa idea de “justicia” coloca a la educación en términos propios del mercado, y convierte al estudiante en un reproductor de estándares medibles y traducibles en una escala. Ello es, al final, a lo que se reduce algo tan complejo como un acto educativo, en el que unos aprendizajes se vertebran con otros, se enlazan y se ponen en marcha en un contexto que es variable, tan variable como las condiciones de partida de las que parte el alumno o la alumna que intenta aprender.

La solución para zanjar esta visión reduccionista de la educación que nos lleva a pensar a muchos docentes que el alumnado termina obsesionándose por la notas y dejando de lado el interés y la pasión por aprender tal vez pase por la puesta en práctica de uno de los cambios más controvertidos de la LOMLOE, la nueva ley educativa ya en vigor en España, relacionado con la labor del equipo docente.

Cambio en la cultura escolar

Porque, a partir de este curso y mientras no haya un nuevo vuelco legislativo, ni las notas ni el número de suspensos serán determinantes, per se, a la hora de tomar decisiones por parte de los equipos docentes. Ello conlleva un cambio en la cultura escolar sin precedentes, cambio que, para que pueda salir bien, tiene que empezar desde la base, en el arranque de la Primaria, en donde habrá que arbitrar en el ámbito de cada centro un procedimiento lo más objetivo posible para que el equipo docente pueda tomar decisiones en el marco de la autonomía pedagógica y a través de la configuración de una serie de criterios observables y medibles que se relacionen con los principios de la evaluación de los que hablaba al inicio. 

Ese cambio debe venir aparejado de una definitiva diversificación de las estrategias de aprendizaje, de las herramientas que usamos para evaluar y de los instrumentos que elaboramos, además de un mejor diseño y seguimiento de los planes personalizados de refuerzo. El alumnado y sus familias, además, deben entender que se aprende no cuando un contenido se vuelca en un examen y se obtiene un resultado numérico, sino cuando se interiorizan en un proceso de ida y vuelta una serie de destrezas complejas que vienen descritas en eso que llamamos criterios de evaluación. 

Los documentos académicos principales del alumnado, además, deben incorporar fielmente esas decisiones detalladas y su motivación, con un procedimiento que se sistematice de tal forma que no sobrecargue de burocracia más al equipo docente ni al profesorado tutor. 

Mucho trabajo por delante, en suma, para un profundo cambio de mentalidades en la educación que debe atenuar el impacto negativo que puede producir esa “obsesión” por las notas, o esa presión que siente nuestro alumnado por alcanzar la barrera del cinco, todo con el fin de no alejarnos más del verdadero sentido que tiene aprender, y de la relevancia social que tiene la tarea de enseñar.  

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