En la casa donde me crié hubiésemos superado la ratio con creces. Éramos seis y solo había dos habitaciones, muy pequeñas ambas. En una de ellas dormí durante muchos años con mis hermanos y mi abuela, que vivía con nosotros. No teníamos la sensación de hacinamiento y estábamos a gusto en nuestro hogar, en el sentido originario de esta palabra que proviene del latín focaris («fuego»). En el calor que irradiaba la hoguera de la familia, había pocos secretos y lo que se contaba no se escondía tras ninguna pantalla, simplemente porque solo había una entre aquellas paredes: la de la televisión en blanco y negro del salón comedor que casi siempre ocupaban mi padre o mi abuelo cuando venía a visitarnos.
La pequeña habitación era otro mundo: era como una situación de aprendizaje cada día diferente. En ella al anochecer repasábamos a regañadientes en medio de lecturas lo que hacíamos cada día en el colegio, antes de preparar las cosas del día siguiente. Mi timidez diagnosticada a trompicones contrastaba con el desparpajo de mi hermano para recitar de carrerilla con tan solo ocho o nueve años los ríos de España o los huesos del cuerpo humano. Recuerdo la cara de asombro y felicidad de mi abuela, mientras los demás escuchábamos atentamente, a la vez que yo pensaba: “caray, pero si yo nunca he visto un río”. Con el tiempo me enteré de que en Canarias no los había.
Han pasado muchos años y no creo que mi hermano se acuerde de los interminables listados que trabajábamos en Sociales o en Ciencias Naturales bajo la directriz de aquellas maestras afanosas que todavía recuerdo. Que le sirvió para ejercitar la memoria, no lo dudo, ya que técnicas como la repetición o la evocación favorecen el aprendizaje, como algunas aportaciones científicas han demostrado. Sin embargo, me da cierta lástima pensar que aquellas situaciones de aprendizaje improvisadas no aterrizaran también en saberes del entorno donde me crié, o que pudiesen hacerse más duraderas de alguna forma. Al final, en la cotidianeidad de las prisas estas vivencias experienciales se hunden en la memoria hasta desvanecerse, en un mundo en el que, ahora, casi ya no hay tiempo para situarse; en un universo académico en el que, de añadido, hemos centrado nuestro esfuerzo en nueva nomenclatura técnica que nos habla de otras situaciones de aprendizaje: las que son ahora de verdad para nosotros, los docentes.
Las situaciones de aprendizaje que se han convertido en nuestro trabajo (y a veces en nuestro quebradero de cabeza) marchan en nuestra planificación docente al compás de lo que nos dictan desde fuera, y eso en ocasiones no es bueno. Con tono desenfadado —a veces hay que echarle humor a esto—, Toni Solano, en su reciente ensayo Aula o jaula (2023) se refiere a ellas en un ocurrente glosario final como “el punto G de la LOMLOE: todos creen conocerlas, pero pocos las activan eficazmente”. Y, en cierto modo, así es: los procesos cognitivos que se despliegan en un acto educativo nos llevan a pensar que en la escuela, a pesar de estar rodeada de historias loables de enseñanzas (muchas de ellas dignas de enmarcar por la gracia y el despliegue comunicativo del docente) no siempre han imperado estas situaciones contextualizadas en donde el estudiante puede desplegar la significatividad del saber, porque lo ha hecho suyo.
Hoy, la cosa se complica cuando vemos que el entramado legislativo y ciertos requerimientos reorientan continuamente nuestra forma de entender las programaciones didácticas, además de lo que antaño llamábamos unidades y programaciones de aula. Ahora, las vértebras de nuestro trabajo en su faceta formal tienen otro matiz, otra tintura que nos debilita; En ese papeleo constante es donde perdemos de vista los rostros e inquietudes de nuestro alumnado; aquello que realmente nos lleva a poder situar el aprendizaje: el poder conocerlos.
Las situaciones de aprendizaje no deberían suponer un agobio añadido para el profesorado, puesto que son la hoja de ruta que marcará el camino de nuestra planificación, cumpliendo con la normativa. Deberían estar para facilitarnos la vida y, si no es así, hay que replantearlas. No tienen que tener tampoco un modelo cerrado plagado de ítems o tablas interminables con referencias prescriptivas, porque, en la legislación actual, rige el principio de personalización del aprendizaje, algo que no es nuevo y que ya defendía el propio Rousseau en su Emilio, del siglo XVIII: el centro es el aprendiz, y por lo tanto lo importante serán los ajustes continuos que hagamos en nuestro diseño, fruto de ese proceso personalizado.
Por lo tanto, a pesar de que toda institución escolar debe tener un marco común que represente las señas de identidad de un contexto socioeducativo determinado, más que nunca las situaciones de aprendizaje que elaboremos deben plantearse como cronogramas abiertos que mapean las circunstancias que tenemos. Con unos objetivos claros y un engranaje curricular definido, pero sabiendo que la LOMLOE permite flexibilizar los saberes y criterios para que nuestro alumnado, con sus identidades y realidades particulares, puedan activar la suficiente capacidad cognitiva para encontrarle significatividad a lo que se pide.
Como no pretendo aquí hacer un despliegue detallado de lo que toda situación de aprendizaje debe tener, pongo sobre la mesa dos o tres consejos más, para que no nos ocurra como a mi yo de la infancia, que nunca llegó a entender que repitiéramos listados y listados de ríos y nunca viésemos ninguno a mi alrededor.
Por un lado, que nuestros chicos y chicas aprendan experimentando —y no solo en edades tempranas— debe ser el eje de toda situación que ideemos en nuestro cuaderno de bitácoras. Si no sentimos inspiración, recordemos la historia de Antoni Benaiges, aquel maestro republicano que prometió a sus estudiantes, que volcaban sus experiencias y conocimientos en diarios, llevarlos a ver el mar, como culminación de un saber hecho vivencia. Hoy lo llamaríamos «producto», en lenguaje técnico. Así, materializamos en algo «real» lo que trabajamos en clase.
Presentemos también lo más claramente posible al principio cuáles son nuestros objetivos de aprendizaje y mostrémoslos al alumnado. No seamos ambiciosos con ello; será el norte que nos guíe: ¿qué queremos que aprendan? Y ya, por último, sintámonos libres para trabajar los elementos curriculares, sobre todo los famosos criterios de evaluación: manosearlos, desmenuzarlos, flexibilizarlos o sintetizarlos. El criterio es la materia prima que contiene, si lo sabemos moldear, los aprendizajes cambiantes que serán punto de partida al diseñar cada herramienta, sea una rúbrica o una escala de valoración descriptiva, a través de fórmulas diferentes de evaluar.
Estas son solo algunas pinceladas para enfocar nuestro desempeño y el de los estudiantes. Esos momentos que nos rodean y que transforman la capacidad del individuo para aprender de su entorno, con el acompañamiento clave del docente, tal y como multitud de escuelas pedagógicas nos han enseñado desde inicios del siglo pasado. Célestin Freinet lo llamaba aprendizaje experiencial o tanteo experimental. Ahora los tiempos cambian y las nomenclaturas también, pero, al final, lo importante es eso: ponernos en situación. En situación de aprendizaje.
Gracias, Albano.
Muy buena reflexión. La comparto.
Muy buena reflexión a tener en cuenta hoy en el aula