El reto de enseñar cómo se aprende

//

En su base, la escuela actual no es muy distinta a la de antes: estudiantes que tienen que estudiar (esto es, intentar aprender) datos, destrezas y habilidades relacionadas con una parcela del saber, o bien comunes entre áreas y materias, con conexiones más o menos visibles y —en teoría— fáciles de extrapolar.

El docente del pasado desplegaba como podía estrategias para que un chico o chica aprendiese (o pudiera aprender) y lo hace también el de ahora, con mayor o menor éxito, aunque los contextos y situaciones varíen entre sí. 

Como antes, y a pesar de los avances en la evaluación formativa (ahora parece que empezamos a distinguir, por fin, evaluar de calificar), en los análisis hechos a vuelapluma sobre las causas de un retroceso, un suspenso o un déficit siguen predominando sentencias categóricas como “no estudia”, “no trabaja”, “no se esfuerza lo suficiente” o “tiene que poner más de su parte”. Esto es entendido de forma automática por las familias, que traen a su mente recuerdos de cuando eran ellos los que recibían esos mensajes, en su infancia. 

Las llamadas “técnicas de estudio” de antaño siguen, hoy, siendo eso, “técnicas” a modo de recetarios que incluyen orientaciones variopintas y que van desde cómo subrayar en papel u otros soportes hasta cómo hacer un resumen para lograr entender una información en cualquier formato, sobre todo textual. Sea como fuere, la escuela de hoy y la de antes se parecen: coinciden en la afanosa búsqueda de la respuesta a la incógnita sobre por qué muchos chicos y chicas parecen no saber estudiar, lo que en términos algo más técnicos podría traducirse en que parecen no poder aprender lo que queremos que aprendan.

Mientras seguimos mirando a los departamentos de Orientación, capitaneados normalmente por psicólogos o psicólogas, para intentar obtener soluciones al complejo universos de las dificultades en el aprendizaje, aprovechamos a la par para bucear en busca de respuestas en los años de nuestra juventud, cuando éramos nosotros los que permanecíamos sentados horas y horas diarias en un pupitre para eso, para aprender. “Y, oye, aprendíamos”, podrán decir muchos. 

Más allá del controvertido debate sobre si seis horas diarias sentados en un incómodo pupitre es un ambiente adecuado para aprender, seguramente muchas de las personas que estén leyendo este texto hayan sido supervivientes de un sistema que ya por aquellas era competitivo. El él salía adelante determinado alumnado en función de variables internas y externas, aunque pesen más en el imaginario colectivo las primeras: el que triunfó fue porque lo intentó, se esforzó y descubrió estrategias (con más o menos ayuda) que le sirvieron para que perduraran en la memoria a corto plazo ingentes cantidades de datos, como un microchip que almacena información, solo que en este caso su carácter duradero es muchas veces discutible. 

De todos modos, la escuela de hoy, si seguimos comparándola con la del pasado, sí que parece algo más preocupada en cómo se aprende; eso es cierto. Tanto que la Unión Europea define como una de las competencias clave esa que llamamos Aprender a aprender: la “habilidad para iniciar el aprendizaje y persistir en él”, según define la propia Comisión Europea

El reto de enseñar cómo aprender no es fácil, y no lo es por muchos factores. Los docentes especialistas de Secundaria, por ejemplo, no solemos tener formación contrastada sobre esta compleja temática en la que en los últimos años ha dado importantes avances la psicología cognitiva, además de distintas vertientes de la llamada neuroeducación. Casi todas ellas coinciden en que la capacidad de aprendizaje es algo innato y que la memoria, como “almacén” básico de los conocimientos, es fundamental para la retención de datos, con el fin de convertirlos en significativos y duraderos (de ahí que el debate sobre la relevancia de la memoria sea estéril). Realizar conexiones para hacer de la información conocimiento y salvaguardarlo en nuestra memoria podría ser una simplificación válida de lo que es aprender. Sin embargo, aunque suene fácil, muchos chicos y chicas perecen en el intento de deducir, retener, asociar ideas, comparar o razonar. Son, al fin y al cabo, aprendizajes complejos. 

Los docentes, en las aulas, deben asumir ese reto cuando despliegan estrategias de enseñanza: el de saber cómo destrezas o habilidades de cierto nivel de complejidad se incorporan a nuestra memoria, para lograr que todo el alumnado sea capaz de aprender, de saber o construir conocimientos con el fin de hacer de ellos algo identitario. Evocar, relacionar, participar en interacciones dialógicas intercambiando información, activar el recuerdo, la asociación de ideas o la clásica repetición a través de reglas mnemotécnicas (así aprendían los aedos y juglares cientos de versos en la antigüedad) son técnicas que han sido contrastadas desde teorías diferentes pero que tienen en común su éxito más o menos evidenciable en situaciones reales de aprendizajes complejos. Y todo eso es también responsabilidad de los profesionales de la educación.

Si nos fijamos, nuestras clases, si son mínimamente “buenas”, son un permanente ejercicio en el que desplegamos muchas de estas estrategias. De hecho, incluso desde los saberes específicos de nuestras materias recurrimos a hechos o datos ya aprendidos hace muchos años por los estudiantes para conectarlos con lo que queremos que aprendan. 

Me pasó el otro día, por ejemplo, cuando trabajaba la trascendencia de los símbolos en mis clases de literatura. Sin haberlo planificado mucho, fueron saliendo a la luz asociaciones que el alumnado había hecho desde su infancia con esos mismos símbolos (por ejemplo, los colores y sus vinculaciones posibles con otras realidades de sus entornos). Salió incluso la relación que hacían de un color con una determinada asignatura, a través del color de la portada del libro de texto. De esa manera, parecieron aprender lo que es un símbolo literario y, además, la clase se les hizo más amena. No olvidemos que el propio Marcel Proust (que no era psicólogo) lanzó en una novela de inicios del XX una teoría sobre el poder de la memoria y el recuerdo, a través del simple sabor de una magdalena o el sonido de una cucharilla, que le hicieron recuperar al protagonista recuerdos de muchos años atrás. 

Aprender es algo tan sencillo y tan complejo como eso, y ahí está la clave a veces de nuestra labor: en ser capaces de reconocer qué estrategias ha usado desde siempre el ser humano para que un dato, una destreza, una imagen o cualquier información se convierta en aprendizaje duradero y se solidifique en el edificio coral de nuestra memoria, haciendo en cierto modo al alumnado consciente de ello.

Ahí está el comienzo y el fin de todo, en el reto de enseñar cómo se aprende.

Deja un comentario

© 2021 Albano Alonso

Aviso Legal / Política de cookies / Política de privacidad /