El engranaje en el que se ha convertido el sistema educativo está en permanente tensión. Y de unos años a esta parte, muchos de sus eslabones se encuentran más en tela de juicio que nunca. Uno de esos cuestionamientos tiene que ver con la necesidad o no de seguir usando en nuestras clases los libros de texto como material de trabajo o apoyo para el alumnado.
En este tema, hay una tendencia creciente que aboga por querer desterrar este recursos, ya que limitan y condicionan el trabajo docente. Desde esa posición, se defiende, no sin una parte importante de razón, que los libros de texto se han usado como programación de trabajo casi en exclusiva y obviando muchas veces lo dispuesto en los currículos, las orientaciones y los principios incluidos en los proyectos educativos de los centros, así como las propias programaciones didácticas, dentro de la programación general anual.
La presencia de los libros de texto como recurso es una de las grandes tradiciones de la educación; tanto es así que hay docentes que no logran entender sus sesiones de clase sin estos, y tampoco muchos alumnos. Cuando llega cada final de curso, y sobre todo cuando hay cambio de ley, los departamentos someten a deliberación y escrutinio la elección de estos nuevos materiales para el año escolar siguiente, lo cual es uno de los motivos de debate más habituales de este órgano, ante la habitual presión comercial de las distintas editoriales.
Los defensores de su eliminación arguyen también que con los libros de texto la escuela vuelve a someterse a los designios del mercado, a intereses puramente capitalistas. Sin embargo, el sometimiento de la educación reglada al mercado tiene tantas aristas que proclamar que los libros de texto son el mal endémico que hay que “quemar” para librar la escuela del neoliberalismo despiadado me parece, como mínimo, un análisis simplista.
Y lo digo porque cuando un centro propone la supresión de los históricos libros de texto por motivos pedagógicos, debe tener claro lo que esto supone. Por un lado, no se puede obviar que los centros educativos públicos disponen de partidas para la adquisición de libros de texto en calidad de préstamo que sobre todo llegan al alumnado de menos recursos. De esa manera, que todo el alumnado, independientemente de su origen y condición sociopersonal de partida, pueda disponer de este material aportado por el centro para trabajar como base en la adquisición de sus aprendizajes, me parece un avance en materia de equidad que se ha infravalorado a lo largo de décadas hasta límites inusitados. La propia UNESCO, en un Informe de 2016, ya destacaba el valor de los libros de texto como elemento compensador, y reconocía, además, que “hay millones de alumnos que sufren el problema fundamental de no tener acceso a ningún libro de texto.”
No olvidemos, en ese sentido, que sigue llegando a nuestras aulas alumnado sin recursos, sin material casi, muchas veces sin desayunar o sin cubrir muchas otras necesidades básicas. El libro de texto gratuito y universal es el punto de apoyo que nivela, una medida compensatoria que tiene sus virtudes y defectos, pero que nace para intentar equilibrar la balanza, al menos en la partida; un intento loable de compensar desigualdades de origen que procura “nivelar” a todos en un aula, al menos en cuanto a material didáctico se refiere. Al fin y al cabo, es lo que por definición debe ser una medida compensatoria en educación, aunque en los planes de mejora siempre deba constar la evaluación de su éxito, impacto y grado de eficacia, con el fin de que contribuyan, tal y como afirma Antonio Bolívar en cuanto a este tipo de políticas, “realmente a mejorar las competencias y la carrera escolar de los alumnos más desfavorecidos” (2005, p. 55).
Pero está claro que un docente puede prescindir de libros de textos en etapas obligatorias de la enseñanza; no lo voy a negar. Sin embargo, debe saber que esta decisión no puede ser un capricho y que tiene que estar fundamentada con rigor. Tiene este docente (o departamento) que tener en cuenta cuáles son las decisiones colegiadas que los órganos didácticos toman en este sentido, y cuáles son sus justificaciones, en el marco de la equidad, el equilibrio pedagógico y la innovación educativa. Si se decide prescindir del libro de texto tradicional, debe contarse, por ejemplo, con una alternativa sólida y respetuosa con los derechos de autor (nunca debe suponer hacer fotocopias a mansalva que muchas veces el alumno pierde, no es capaz de seguir, y que ni siquiera citan la fuente si no son de elaboración propia, que suele ser lo habitual).
La apuesta para que un centro elabore sus propios recursos, un banco de materiales a disposición del alumnado y de su profesorado y en línea con su proyecto educativo, es interesante y supondría un intento de adaptación al contexto escolar y al perfil del alumnado enclavado en una zona determinada. Esta podría ser la alternativa más eficaz –si se trabaja bien en un plan a medio plazo y si se contase con tiempo para ello– a los libros de texto, lo que supondría ir en la línea de la creación de recursos educativos abiertos y compartidos por una comunidad que interacciona para construir conjuntamente los aprendizajes.
Por último, quedan las alternativas basadas en la tecnología digital, política por la que ahora mismo están apostando firmemente en general las administraciones educativas, pero que encierran aún muchos interrogantes, tanto como intereses empresariales de una magnitud tan grande como en el caso de los libros de texto. Está en duda que ahora mismo en la educación pública todo estudiante pueda acceder a un recurso tecnológico en igualdad de condiciones a las que accede a un libro de texto (siempre y cuando esté haya sido diseñado también según criterios de accesibilidad), a lo cual habría que añadir si todo el alumnado tiene en su hogar conexión a Internet, en caso de que se pudiera prestar un dispositivo a cada alumno que lo necesite.
Por otro lado, con respecto al libro de texto, los dispositivos digitales tienen un problema: no suponen en sí mismos una fuente de información, sino que son un soporte con el cual habría que hacer un trabajo pedagógico intenso en cuanto a curación de contenidos, ya que el alumno tiene acceso abierto a multitud de páginas cargadas de ingentes datos sin procesar, muchas veces a través de buscadores con finalidad también comercial. ¿Están las competencias digitales del profesorado y el alumnado actualmente en el nivel deseado para garantizar un uso autónomo de estos que propicie el acceso a aprendizajes depurados, comprendidos y bien seleccionados?
En definitiva, este es un estadio deseable, alineado con los retos del futuro, sí; pero queda avanzar en este terreno en el ámbito de la formación docente, la implicación familiar, la autonomía y el grado de madurez del alumnado.
Todo ello antes de precipitarnos y pensar que una tableta o un pequeño ordenador pueda sustituir a las fuentes didácticas que en la actualidad representan los libros de texto, combinados, claro está, con otros recursos, dentro de la autonomía pedagógica y organizativa de cada docente y siempre en el marco de las leyes vigentes.
Referencias:
Bolívar, A. (2005). Equidad educativa y teorías de la justicia. Revista Iberoamericanasobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación – Volumen 3, Número 2.Recuperado de https://revistas.uam.es/index.php/reice/article/view/5555/5974
UNESCO (2006). Cada niño debería tener un libro de texto. París, Francia: Ediciones UNESCO. Recuperado de https://es.unesco.org/gem-report/node/1399
En la actualidad tenemos una estructura orgánica en los Centros Educativos, con Jefatura de Estudios y Secretaría, fundamentalmente, bajo la Dirección. Estrcutura del siglo XIX, y lo que se plantea es que puede pasar del 2050 en adelante. ¿Por qué? porque a la fecha de hoy es imprescindible que exista la Unidad de Informática y Digitalización, que circule por pasillos, aulas y departamentos la fibra óptica, y que los servidores aguanten la conexión de 4.000 a 5.000 personas. Y eso es necesario para poder impartir clases con las nuevas tecnología en el aula y en casa con los padres y el alumnado, ya sea de forma presencial en el aula o a distancia. En ese cotexto, el libro no desaparecerá, tendrá otro formato, el electrónico. Mientras sigamos en los años 80 del siglo pasado, el libro es necesario, no imprescindible. Pues en su elaboración participan muchos profesionales, y se hacen muchos controles de calidad. Por tanto, «El peor de los libros de texto, a día de hoy, sigue siendo mejor, que los mejores apuntes». Ya en su día me lo enseñaron mis Profesores y 40 años después, estimo que sigue vigente.
Lo que, según mi opinión, es insustituible; cumplir con los curriculos de las distintas asignaturas. ¿Cómo lo hacemos?
Mucho trabajo de coordinación.
El libro solamente debe ser una guía, en caso de utilizarlo.