El “baile” de las calificaciones

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Que las notas se han convertido en muchos casos en algo que no es serio ya lo sabíamos desde hace tiempo.

La deriva que ha tomado la educación reglada, sometida a un constante proceso de judicialización, a mecanismos de control diversos, a formas variopintas de presión y a exigencias de la competición al más alto nivel, nos ha llevado a convertir el acto de calificar (sí, ese para el cual prácticamente nadie nos ha formado a los profesionales) en un festival de despropósitos marcado por creencias, comportamientos y decisiones de todo tipo. Y lo peor es que muchas de ellas no tienen que ver con lo que una persona aprende o deja de aprender, con sus carencias, sus avances y sus necesidades educativas reales. 

Y el problema no solo es del trabajo individual del docente. La labor de los equipos docentes –órganos colegiados nacidos para la toma de decisiones colegiada a partir del trabajo cooperativo, el seguimiento y la ejecución de acuerdos, la interdisciplinariedad y el diagnóstico de dificultades– ha traspasado también cualquier frontera lógica y se instalado en el despropósito burocrático al más alto nivel: su rumbo está marcado por un variopinto baile de números (sobre todo en la llamada evaluación final), que es en lo que al fin y al cabo hemos convertido el acto de educar. 

La situación es tan preocupante que el sentido primigenio del aprendizaje (encontrar el placer por descubrir mediante el conocimiento y la razón algo nuevo, así como despertar la curiosidad por lo que nos rodea) queda relegado a un segundo plano desde que el estudiante acepta “a la fuerza” un proceso de adiestramiento que comienza desde muy temprano, con esas mismas reglas del juego, y entra a formar parte de él; este entramado alcanza una de sus fases culminantes cuando llega casi a “obsesionarse” por las notas y por todo el trasfondo competitivo que hay detrás, que se instala de forma progresiva según avanza su periplo escolar. 

De fondo, se encierra también, tras el telón de estas situaciones rocambolescas, uno de los principales problemas del sistema educativo actual: el permanente cuestionamiento de la labor del profesorado. Cualquier distopía orwelliana se queda corta sin analizamos detenidamente la presión que sufre un docente a través de multitud de vías, hasta dejarlo sin capacidad de defensa y sin posibilidad de maniobra en muchas de sus funciones. Y, a la espera del rumbo que se tome con las nuevas leyes, la puesta de notas todavía es una de ellas, una de las principales, al menos en la parte burocrática y estrictamente académica: con bastante probabilidad, el momento de calificar tal vez sea el que mayor sensación de coacción para un docente a lo largo de su carrera profesional, situación que va in crescendo a medida que se sube de etapa.

Las calificaciones, mientras sigan existiendo –parece que ya no les queda mucho, al menos en la educación básica– son la plasmación objetiva del resultado de las evidencias de aprendizaje que se han llevado a cabo con un grupo de alumnado. Es cierto que poco tienen que ver con la evaluación continua y formativa, pero, al fin y al cabo, en el corpus tradicional escolar, representan la culminación cuantitativa de un proceso, laborioso, denso y constructivo, en donde debería primar la información cualitativa: la que permite al alumno y a su familia, en un proceso continuo de retroalimentación, conocer dónde se está fallando, con el fin de poder saber dónde incidir en cualquier plan de mejora. 

La calificación es, aunque queramos y debamos entenderla por separado de la evaluación, el peldaño final de una escalera compleja en donde, además de hacer un seguimiento personalizado del nivel competencial de un estudiante y de las dificultades detectadas en determinados aprendizajes, se nos pide convertir en una escala numérica de 1 a 10 el progreso individual a través de distintas situaciones que lleven aparejados instrumentos que nos permitan medirlo y registrarlo de forma fehaciente. 

Y ahí es donde está el problema. La mayor parte de las presiones en el ejercicio de nuestra profesión no llegan por las prácticas metodológicas ni por los enfoques concretos que el docente hace para concretar la programación; llegan, más bien, por el desacuerdo con el criterio adoptado a la hora de decidir una calificación (criterio que debe ser única y exclusivamente del docente que le ha dado clase al alumno, dentros de las leyes y la programación). Y ese desacuerdo es lícito, claro que sí; es uno de los derechos que deben blindar la transparencia y el rigor a la hora de llevar a cabo un procedimiento que, desde el momento en que se da en el ámbito de la administración pública (centros públicos) pasa a ser administrativo, especialmente en el caso de la evaluación final. 

Ahora bien, una cosa es el derecho a reclamar por disconformidad y otra muy distinta es convertir en hábito el cuestionamiento de la labor del especialista técnico, el docente. De hecho, cuando hablo de presiones no me refiero a ese legítimo derecho, sino a todo un conglomerado de situaciones diversas a las que ningún profesional de ninguna rama debería verse expuesto, porque no es indicador de esos principios que también deben guiar a la evaluación, además de los ya señalados: la objetividad, el rigor, la profesionalidad y el buen hacer.     

Porque, más allá de todos los avances formativos en materia de mejora pedagógica y, en concreto, en el acto de evaluar, no debemos olvidar el sentido oficial que tiene el trabajo que hacemos, y especialmente los que trabajamos en el ámbito de la Función Pública o de las administraciones (funcionarios, profesorado interino…). Subir una nota, bajarla, cambiarla… son situaciones que deben estar sometidas a un principio de imparcialidad, dentro del marco de la legalidad (en el ámbito de la concreción curricular y pedagógica de cada centro). En todo caso, y como parte de los ajustes que siempre hacemos, podemos calificar en situaciones extraordinarias guiándonos también por criterios de igualdad de oportunidades, equidad o compensación estructural, porque previamente se ha estudiado una situación concreta y se ha llegado a una decisión que, reitero, siempre debe ser del docente (una vez informado el equipo educativo), y nunca de otras personas que pudieran intervenir para coaccionar, obligar,presionar, atosigar, etc. 

Porque, cuando hablamos de calidad del sistema, también hablamos de un marco garante de la norma, de unos criterios ordenados y consensuados en un aparato burocrático que no debiera estar para sobrecargarnos (aún más), sino como paraguas protector de los derechos y deberes de todos los componentes de una comunidad educativa. 

Tal vez a ese «baile» de números no le quede demasiado, y que, al final del camino, toda esta presión que no representa ningún aprendizaje valioso para el alumnado, sino todo lo contrario, sea la señal que nos debe alertar de una falla en el sistema que sigue aumentando a la par que el descrédito de la labor del cuerpo del profesorado. Si el final de ese periplo es el realce de la evaluación formativa, la que se establece en un diálogo continuo discente-docente, que sea bienvenida.

Pero en ese nuevo camino, a buen seguro más enriquecedor, no se puede volver a caer en lo mismo, en un desfile de ambigüedades y disparidades que empobrece el papel clave que la institución escolar tiene para la necesaria cohesión social y para cualquier proyecto de comunidad democrática que aspira a sanearse, como espejo de lo que debe ser la sociedad. 

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