Ante el panorama que se nos viene encima con el inicio del curso escolar en una parte del planeta, es lógico y hasta necesario que haya preocupación y cierto malestar en la sociedad civil, lo que lleva a muchos progenitores a plantearse preguntas como esta. Sin embargo, creo que no es de recibo que, con todo lo que está ocurriendo, las familias que manifiesten miedo por llevar a sus hijos e hijas al centro escolar ante el incremento de casos diagnosticados de COVID-19, encima teman porque se les tache de insumisos o delincuentes si en algún momento plantean acogerse a una situación de excepcionalidad que supone no llevar diariamente a sus hijos e hijas al recinto escolar y soliciten, por consiguiente, continuar con la escolarización desde casa, con el apoyo y seguimiento de los docentes.
Esta decisión puede ser acertada o no; puede parecernos más o menos coherente o puede ir o no en consonancia con los principios y leyes del sistema educativo de cada país. Sin embargo, una política educativa que saque a relucir su trasfondo jerárquico y su poder institucional y homogeneizador para advertir a las familias de cuáles son sus obligaciones educativas en medio de una pandemia de estas dimensiones, no me parece señal de progreso ni de salud democrática, y mucho menos un signo tranquilizador, sino más bien todo lo contrario.
La escuela que castiga y amenaza en épocas de grandes crisis recuerda al pasado y creo que no es lo deseable en estos momentos de extrema tensión social. La escuela por la que muchos luchamos es una escuela abierta, flexible y respetuosa con la diversidad; una escuela amplia que entiende, que se adapta, que se nutre de las interacciones comunitarias, que muta ante la adversidad y que se reorienta nutriéndose de los avances sociales, sanitarios y tecnológicos.
La escuela en la que yo y muchos creemos es una escuela inclusiva en todos los sentidos: que busca soluciones integradoras a esas familias y comunidades que plantean no un gesto de incumplimiento, sino un argumentario racional y detallado de cuáles son los motivos excepcionales que los llevan a solicitar a la institución educativa prescindir para sus hijos e hijas de un modelo 100% presencial, instando al propio centro a que busque alternativas educativas ante el caso concreto que se plantee. Ante esta posible situación, de entrada, es preciso escuchar y mantener una actitud respetuosa que evite todo prejuicio que lleve a etiquetar, juzgar o clasificar a esas familias, que es lo que tristemente han hecho algunos representantes políticos españoles durante estos últimos días.
Sistemas extraordinarios
Todo esto no es nada nuevo: la legislación educativa ya preveía antes de la COVID-19 mecanismos de evaluación y seguimiento docente alternativos para aquel alumnado que presente ante el centro una casuística debidamente justificada y detallada por parte de sus familias, con el aval normalmente de informes médicos. De hecho, existen fórmulas que permiten habilitar, tras el estudio del caso concreto y el informe debidamente razonado de los órganos didácticos colegiados -y si es necesario de los Servicios Sociales-, procedimientos alternativos de trabajo sin acudir físicamente al centro, como fórmula de escolarización extraordinaria provisional hasta que no esté garantizado un regreso a las aulas 100% seguro y que atiendan a situaciones de excepcionalidad debidamente justificadas, y pocas situaciones hay más excepcionales que la que estamos viviendo en todo el planeta.
Fruto de esta necesidad, nacieron hace años medidas como las aulas hospitalarias o la atención domiciliaria, medidas que fueron formalizando y concretando las distintas comunidades autónomas, a través de su desarrollo legislativo, y que se salen de esa normalidad en que algunos pretenden enmascarar la casuística que los entornos familiares viven o han vivido en uno de los períodos más duros que se recuerdan en los últimos cien años. Y todo ello, al mismo tiempo que los representantes políticos se llenan la boca para hablar de equidad, igualdad de oportunidades, programas compensatorios o, simple y llanamente, de respeto a la diversidad.
Diversidad deseada
Tengo la sensación de que estas familias preocupadas y agotadas tras situaciones extremas que están padeciendo -muchas de ellas de enorme impacto psicológico- no entran en la diversidad deseada por el aparato del Estado; no son parte de la diversidad programada, sino de la que se sale de lo corriente, lo común o lo predominante, por lo que no encajan en las ocurrencias de los gobernantes de turno, que nunca admitirían hablar de fracaso en su diseño de las nuevas realidades escolares, por su escasa o nula capacidad autocrítica. Porque los mismos que defienden justicia social entre sus principios, recuperan con sus mensajes categóricos un espíritu que recuerda a una escuela que se erigió en el pasado como aparato controlador del sistema. Casualmente, de esas mismas políticas hegemónicas y poco flexibles salen las medidas de compensación del déficit que tratan de paliar la diferencia como si esta fuera una desviación o una anomalía, en lugar como si esta fuera la clave para aspirar a una sociedad sustentada sobre un activismo critico que derrumbe los pensamientos anacrónicos que no hacen sino perpetuar situaciones de opresión.