Educación y pobreza, de nuevo en boca de todos. Un informe oficial publicado recientemente en España ha arrojado datos estremecedores, enfocados desde un ángulo aún más inquietante: el origen social y el éxito educativo, en ese informe, se encuentran tan unidos como hace décadas, y las tasas de abandono y repetición escolar crecen cuando las familias se encuentran clasificadas en índices socioeconómicos bajos. Pero, ¿hemos diseñado un sistema educativo capaz de luchar realmente contra la pobreza a través de la propia educación?
Uno de los colectivos que siempre ha estado marcados por su condición de especialmente vulnerable en el mundo educativo es precisamente ese, el identificado como el de personas o familias en situación o en riesgo de pobreza. Y esa relación queda perpetuada en estudios como al que nos referimos en el párrafo anterior.
Los niños y niñas provenientes de estas familias entran en la escuela ya marcados, clasificados por una situación que los hace ser o valer menos que el resto, idea que está muy arraigada en el sistema educativo, lo cual es estremecedor.
Está extendida también la idea de que estas personas se enfrentan a un camino lleno de dificultades en el tránsito escolar, pero no lo está tanto una circunstancia que debiera ocupar más titulares de los que ocupa: el alumnado que se asocia a esa condición tiene, a la vez, en este tránsito escolar, el más importante bastión de esperanza para la nivelación de las desigualdades: “ellos son los que tienen menos poder en la escuela, los menos capaces de hacer valer sus reivindicaciones o de insistir para que sus necesidades sean satisfechas, pero son, por otro lado, los que más dependen de la escuela para obtener su educación.” (Connell, 2004, p. 13).
Entiendo que pudiera ser necesario ofrecer una radiografía contextual concreta que permita diagnosticar localmente el índice de pobreza en, por ejemplo, la zona en la que se inserta un centro escolar determinado, no lo voy a negar. Pudiera este dato ser importante, por ejemplo, para orientar acciones de mejora globales que conduzcan a compensar situaciones potenciales de marginación (es complicado establecer, por ejemplo, medidas para educar contra el abandono o el fracaso si no se sabe cuál es exactamente el punto de partida en el que, como educadores, nos encontramos).
Sin embargo, utilizar esta relación entre pobreza y vulnerabilidad sin ningún tipo de matiz puede seguir perpetuando -en la mirada que se ejerce- situaciones de exclusión, lo cual no será admisible en un modelo educativo que busca la equidad real y no solo como eslogan publicitario de políticas educativas
¿Pobreza es igual a precariedad?
A pesar de lo dicho, en los documentos institucionales escolares de los centros escolares no siempre se hace mención detallada de esta condición de riesgo en función del origen socioeconómico, y eso es llamativo. Y lo es aún más -además de preocupante- si cuando se menciona se hace para asociarlo a situaciones de precariedad cultural: el origen de las personas parece que determina que tengan menos que aportar a la escuela, y además esta propia condición se suele vincular a que se sea más probable un mayor riesgo de conflictividad o de dificultades en el aprendizaje. Estos estudiantes, en definitiva, cargan de entrada con una losa de la que les es complicado desprenderse a pesar de su esfuerzo.
Con esta asociación entre pobreza y precariedad cultural y pedagógica, se dibuja un terrero de potencial rechazo a determinadas personas, rechazo que perpetuamos generación tras generación a través de inercias dañinas: como antes era así, ahora también lo es.
Estas personas, en un mundo de mercantilización de la cultura y la educación en el vivimos, siguen viéndose dentro de la perspectiva de capital humano -en este caso, capital “poco valioso”-, con lo que se reproduce una terrible visión estereotipada en la que las familias en situación de pobreza, por su propia condición, no tienen nada valioso que ofrecer: “los pobres, son los excluidos del intercambio, los marginados, los que no son tenidos en consideración debido a que carecen, siquiera sea temporalmente, de capacidad de intercambio.” (Martínez, 2011, p. 20).
Un cambio del relato
Pienso que lo que debe buscarse a través de las acciones de la escuela, sin embargo, además de necesaria inversión económica para apoyo a estos colectivos, es la deconstrucción del relato de la diversidad en los entornos educativos, que al fin y al cabo son proyección de otros contextos vitales. Establecer siempre, per se, una relación directa entre pobreza y precariedad no favorece el complejo proceso de desentramar una idea de diferencia vista en la tradición como una característica conducente al abandono.
Este cuestionamiento “ha de hacerse a través de la deconstrucción del conocimiento pedagógico generado a partir de clasificaciones, estándares, etiquetados, catálogos, baterías, etc.” (Calderón, Calderón y Rascón, 2016, p. 56), un cuestionamiento que nos lleve a cambiar los relatos manidos de la escuela que lo que muchas veces han reproducido relaciones jerárquicas de poder.
Es el momento, en definitiva, de no seguir dejando fuera de los discursos educativos a las personas sobre las que, por cualquier condicionante previo, siempre se ha pensado que no tienen nada que aportar. Es el momento de cambiar el relato y de luchar para que dejen de ser receptores pasivos de políticas de supuesta compensación de su diferencia.
Y esa lucha debe hacerse con la intención de hacer de la diferencia, de toda diferencia, un valor indiscutible y genuino que nos conduzca hacia la idea de que toda categoría asociada lo marginal es contraria al respeto a los derechos humanos.
Recursos
Calderón, I., Calderón, J.M. y Rascón, Mª T. (2016). De la identidad del ser a la pedagogía de la diferencia. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 28 (1). Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.
Connell, R.W. (1997). Escuelas y justicia social. Madrid: Morata
Martínez, B. (2011). Luces y sombras de las medidas de atención a la diversidad en el camino de la inclusión educativa. Revista Interuniversitaria de Formación de Profesorado, 70, 25(1), 165-184.