¿Clase magistral, sí o no? Hay cierto movimiento docente que insta a polemizar sobre este asunto, y que se alinea en torno a la importancia de mantener las lecciones magistrales del profesorado como clave del aprendizaje en el alumnado. ¿Qué hay detrás de todo este asunto que tanta controversia sigue generando, generación tras generación?
Todas las personas que nos dedicamos a la enseñanza hemos pasado por muchas horas de clase cuando éramos alumnos o alumnas. El incremento de la cualificación ha llevado a que esas horas como estudiante hayan crecido exponencialmente en los últimos diez o veinte años: nos pasamos una parte de nuestra vida sentados en un pupitre, frente a unos apuntes o ante un ordenador, escuchando las lecciones de un docente, atendiendo en mayor o menos medida y tomando apuntes. Muchos de esos docentes son, además, nuestros modelos, nuestras fuentes de inspiración en el ejercicio actual de nuestra profesión.
Que nos digan ahora que, ante la irrupción de otras metodologías innovadoras que se centran en otro tipo de procesos, debemos prescindir de lo que consideramos que funcionó con nosotros, pues es evidente que no llene de alegría a la comunidad docente, entre otros muchos motivos porque nos exige cambiar, y cambiar lo que hicieron con nosotros y lo que hemos hecho toda la vida, no es tarea fácil: somos, al fin y al cabo, animales de costumbres.
Opino que la explicación uniforme, puntual y en una única dirección -del docente al estudiante- no tiene por qué ser negativa, ni mucho menos. El problema es la creencia en que generalizar esa técnica es sinónimo de la universalización de los aprendizajes y de la generalización del éxito escolar.
Creo que las mismas personas defensoras de la lección magistral son capaces de entender que no todo el mundo aprende igual o que todas las personas procesan igual la información. Es más, creo también que saben que ninguna persona es igual a otra y que, por lo tanto, las estrategias de adquisición del aprendizaje difieren entre unos estudiantes y otros. Y en la educación, es más importante aprender que intentar enseñar.
La clase magistral, desplegada con mesura y control, no debe eliminarse, ni mucho menos, sobre todo si nos hemos percatado de que funciona con una alumna o un alumno concreto en situaciones determinadas. Sin embargo, tampoco tenemos per se que asociar clase magistral con expresar verbalmente, desde un rol jerárquico superior -el del docente-, información de forma activa mientras el alumnado escucha o toma apuntes. La lección magistral, si nos hemos dado cuenta de que todo el mundo es diferente, puede adaptarse a esas circunstancias que nos vayamos encontrando, e ir moldeándose a esas diferencias.
Dicho de otra manera: ¿hasta qué punto nos sentimos los docentes poseedores de la verdad absoluta, o del conocimiento pleno, o plenamente herederos de los aprendizajes que son esenciales para la vida que van a tener estas generaciones de estudiantes? ¿Por qué un alumno o alumna, en una inversión de roles, no puede impartir también una clase magistral sobre las tradiciones de sus ancestros, sobre su familia, sobre su entorno, sobre el espacio en el que viven, sobre sus orígenes o sobre sus inquietudes y preocupaciones? El problema no es tanto la clase magistral, sino que el ejercicio del magisterio se centre en lo que determinado sesgo de esa tradición en la que crecimos ha mantenido como objeto de ese magisterio.
El protagonismo del magisterio
Yo no considero que sea malo que el alumnado, en la forja de su identidad (sí, las identidades se siguen forjando dentro de las aulas), se sienta protagonista en la construcción de sus aprendizajes que él va a interiorizar como imprescindibles. Incluso el estudiante más aplicado reconoce que muchas cosas de las que estudia en clase se le olvidan una vez hace los exámenes, por lo que la lección magistral -vista de forma tradicional- y su interiorización o valía, que es lo que todo buen docente busca, no ha surtido efecto en esos casos. Si eso es así, ¿por qué no orientamos las lecciones magistrales de otra forma?
Creo que también puede ser una clase magistral, por ejemplo, un diálogo entre estudiantes y docente. Un diálogo basado en la escucha activa, en el respeto a las opiniones ajenas, en el ejemplo que da el docente cuando ofrece pareceres diferentes, sin dogmas, pero dentro del respeto a los derechos humanos, para que el estudiante los cultive en su interior y los asiente en sus vivencias. Una clase magistral no tiene, así, que asociarse a una única persona ubicada desde una posición privilegiada hablando, mientras el resto escuchan. Eso, en todo caso, es una charla o una conferencia, no la construcción colectiva del aprendizaje. Y un aula es una colectividad viva, cambiante e inigualable.
Yo me siento orgulloso cuando veo que mis alumnas y mis alumnos levantan la mano, usan el turno de palabra, respiran profundamente, toman la palabra y verbalizan lo que sienten o lo que han aprendido según la guía que yo como docente les he proporcionado. Cuando acaban, muchas veces, sonríen, respiran hondo y miran a su alrededor para sentir el impacto en los demás y estudiar sus percepciones. Esa es la magia de una clase, la complicidad que se produce en esta nueva visión del magisterio.
También siento orgullo cuando un alumno elige no movilizar sus aprendizajes verbalmente y lo hace por escrito, o lo hace en un dibujo, o a través de una canción o una presentación; o lo graba en un podcast, o me lo remite en un vídeo que ha elaborado cuidadosamente. Ha cambiado el envoltorio, pero la lección magistral sigue ahí: en la demostración de que todo el mundo es libre para expresar lo que ha interiorizado a través del canal en el que se sienta más a gusto. Es la libre expresión artística llevada al ejercicio del magisterio que se necesita para forjar una sociedad más libre, plural y democrática.
No desdeñemos, pues, las clases magistrales. Pero transformémoslas para desmitificar lo que otros nos contaron sobre ellas, sobre la posesión del poder, sobre la imposición cultural, sobre la prevalencia de determinados conocimientos sobre otros.
Que cada uno de nosotros haga, de las voces que se escuchan en nuestras aulas, una lección magistral única e irrepetible.