En los últimos meses, los cambios radicales provocados en la sociedad por la expansión del COVID-19 parecen haber acarreado una enorme tensión entre dos derechos fundamentales: el de la educación y el de la conciliación familiar. Con este asunto pasa como con otras brechas y problemas: ya estaban ahí, ya eran palpables, pero ahora se han agudizado hasta límites preocupantes.
Y lo preocupante, a mi juicio, es que de los efectos del cierre de las escuelas no solo salgan mal parados los estudiantes con menos recursos o con los ritmos de aprendizaje que menos encajan con el actual modelo de relación educativa estudiante-escuela basada en las jerarquías, el encorsetamiento, las estructuras de poder y la unidireccionalidad del aprendizaje. Lo preocupante ahora es que, en la apuesta educativa a distancia -que parece ahora la única que garantiza la seguridad sanitaria-, vuelven a salir malparados los colectivos que más desprotección tienen, debido a una construcción desigual e injusta del mundo en el que vivimos.
Las estructuras económicas que nos rodean, basadas en el capitalismo neoliberal, parecen atornillar al trabajador a la empresa a través del llamado presentismo laboral; ocurría antes y sigue ocurriendo en tiempos del coronavirus. Esto es tanto así que, hasta hace muy poco, cuando empezó a salir a la calle la gente para poder rehacer su “nueva normalidad”, fuimos detectando cómo la estructuras patriarcales basadas en modelos de comportamiento nutridos en el binomio opresor-oprimido rebrotaban cual naturaleza que respira sin el acoso del ser humano.
Lo que antes era invisible (el trabajo de cuidados, ejercido fundamentalmente por las mujeres en el silencio de los hogares), seguía siendo invisible, y el hombre adquiría nuevos roles dentro de esos patrones y sin salirse de un guion que parece escrito desde que nacemos: ir al supermercado, a la farmacia, a la huerta, sacar de paseo a los hijos e hijas, sacar el perro a pasear… todo parecía hacernos volver a nuestros orígenes, a épocas en las que las mujeres se quedaban asfixiadas entre cuatro paredes a cuidar de los hogares mientras los hombres se apropiaban al aire libre del oxígeno vital para sobrevivir, ahora bajo la excusa de la realización de tareas imprescindibles fuera del hogar.
La balanza se desestabiliza
Pero ahora, los tiempos han cambiado y la balanza se desestabiliza: no basta ya con que el varón coja el mando cuando el peligro asecha, como ha ocurrido otra vez; ahora, con la progresiva incorporación de las mujeres al mercado laboral, el problema se agrava: el problema, ahora, tiene nombre y apellidos y se puede escribir en negrita: conciliación.
Las dificultades para conciliar la vida laboral con la privada -familiar o personal- son como las meigas: “haberlas, haylas”. Todo el mundo sabe que están ahí y todo el mundo sabe que, en función del país, se han ido aprobando leyes que avanzan hacia su implantación efectiva. Pero el caso es que, en la práctica, los gobiernos suelen dejar estas políticas para el final porque tienden a atender antes a otras prioridades (que no las educativas), prioridades que además nos han llevado a los varones a ocupar tradicionalmente los principales órganos de poder.
Y es así como llegamos a marzo de 2020, momento en el cual se resquebraja nuestra vida y rebrotan ciertos espíritus primitivos del ser humano que nos llevan a agazaparnos en comportamientos ancestrales para olvidarnos de que antes soñábamos con anhelos de progreso. La educación y la conciliación, parcelas cruciales en el desarrollo de las sociedades modernas, sacan a relucir sus debilidades y se evidencia a través de voces en la opinión pública la fractura social que ya antes existía, pero que ahora se aviva.
Y es ahí cuando entra en juego la escuela, la estructura educativa que a través de Internet es más endeble porque habíamos empezado a regarla para que florezca como medio de apoyo humano, no digital, por mucho que ya se hablaba de transformación TIC. Escuelas infantiles, centros de educación Primaria, de Secundaria… con su trasvase más o menos exitoso al mundo digital, la educación pierde uno de los pilares que la hacían sostener su estructura: su importancia para lograr la ansiada conciliación.
Cómo repensar la escuela
Ahora estamos en una encrucijada: se habla de repensar la escuela pero no se sabe cómo hacerlo si no se puede contar plenamente con ella como antes la entendíamos. Como esta pieza necesaria como punto de apoyo para que funcione el engranaje sociofamiliar en el mundo desarrollado se tiene que transformar a la fuerza en las circunstancias actuales, es necesario que a la par también cambien las prioridades de las acciones y comportamientos de las personas que algo tienen que decir y hacer: desde los hombres adultos de las familias que debemos aprender a renunciar a determinadas situaciones de privilegio que nos da nuestra condición de varón hasta los representantes de los poderes públicos que tienen que armar nuevas estructuras de apoyo social y económico para el colectivo que en la historia más tiempo han destinado a los cuidados del hogar, menores y personas dependientes.
Con todo eso, lo más importante: todo sigue pasando por la escuela; sí, por esa escuela que ahora “no está” en plenitud de sus facultades pero que, cuando se recupere, deberá renacer como un entramado de relaciones comunitarias, dialógicas, participativas e interactivas en donde se cultiven no solo los saberes tradicionales, sino las emergentes formas de entender el mundo que pasan por la educación por y para la corresponsabilidad en cualquiera de sus ramificaciones.
Todo para que escuela y conciliación dejen de estar en una dicotomía irreconciliable; todo para reconciliar el mundo y convertirlo en un verdadero espacio de convivencia en el que todas las personas vivan en plenitud de derechos, incluido el de la conciliación.
(Artículo escrito en homenaje a la labor que se realiza desde la Asociación Yo No Renuncio, plataforma fundada por el Club de Malasmadres).