El divino encanto de aprender lo inútil

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El mundo infantil y adolescente está separado del universo adulto. Tanto, que provoca continuas fricciones, porque lo que es importante, útil o deseoso para una persona de corta edad, no lo es para alguien que ha pasado la treintena.

Pensadores de diferentes culturas ya demonizaban hace más de dos mil años a los jóvenes, tachados de irresponsables o inmaduros. Su predilección por lo temerario o lo inconsistente ante nuestros ojos es un leitmotiv que sobrevive hoy.

La escritora Mary Anne Evans (conocida en su tiempo con el nombre de varón George Eliot) intercala en su novela El molino en el Floss (1860) un alegato sobre la empatía hacia los sentimientos de niños y adolescentes, esa etapa de la vida en la que parece que nos decantamos por el camino sencillo, aparentemente efímero, poco útil y práctico, pero que encierra matices que, cuando crecemos, olvidamos: “¿Puede alguien recuperar la experiencia de su infancia, no sólo con el recuerdo de lo que hizo y lo que le ocurrió (…), sino con una íntima comprensión, una conciencia revivida de lo que sentía entonces?”.

En el frenético mundo actual dedicamos poco tiempo a procurar entender a nuestras hijas e hijos, a buscar ese tiempo perdido en el que fuimos “el muchacho insolente que escandalizaba a tu rey desnudo”, como dice la canción de Ismael Serrano. Lo útil y lo provechoso para los que están a nuestro cargo no es lo útil y provechoso a los ojos de la experiencia. En esa oscilación, parece inclinarse, en el atropello de una rutina engullidora, el lado de la balanza de lo útil para la sociedad, lo que tiene una aplicación económica o práctica a corto plazo: hijos y padres coinciden en una máxima universal que permanece impasible década tras década: “estudia para que saques buenas notas”.

Pero también adolescentes y adultos coincidimos en esos placeres emocionales que se encuentran en lo que no tiene aplicación cercana en los quehaceres cotidianos: por eso los niños pintan tanto, los adolescentes escuchan tanta música y los adultos, además, solemos valorar en mayor medida lo que aporta, por ejemplo, leer un buen libro. En todo caso, en la búsqueda del aprendizaje de lo que muchos entienden como inútil, los jóvenes necesitan en mayor medida la motivación externa que hace que quieran descubrir cosas nuevas en lo instantáneo.

Este divino encanto de lo inútil, tan menospreciado por quienes piensan que ese aprendizaje no tiene sentido práctico, es generación tras generación aniquilado en los sistemas educativos, que se decantan cada vez más por asignaturas marcadas por el pragmatismo técnico: las artes y la música son las grandes damnificadas por el utilitarismo que puebla un mundo académico en el que el mayor estímulo son las notas, los resultados de lo que aprendemos traducido en números, no lo que aprendemos en sí. Superar en calificaciones a quienes tenemos a nuestro alrededor y obtener recompensas en casa, en nuestro entorno, es lo útil, lo necesario: toda una metáfora de nuestro tiempo.

Lo útil para los adolescentes es también aquello que les produce un estímulo. Por ello, lo que lo que a nosotros los adultos nos deleita puede parecerles insignificante: una sinfonía de Beethoven o una obra de Shakespeare, ambas de gran intensidad, pueden ser experiencias inútiles para ellos, por lo que, sólo cuando les decimos que entra en un examen le prestan interés: ansían alcanzan, así, logros a corto plazo.

De esa manera, lo considerado inútil sucumbe al atractivo de lo efímero, lo instantáneo y lo que se monetiza en el mundo que nos rodea. Una especie de hedonismo práctico que envuelve a una sociedad que evita mirarse en el retrato de Dorian Gray para no descubrir otras verdades, alejadas de lo que no produce rendimiento económico.

Pero en la más tierna infancia podemos encontrar alicientes para aprender a rescatar ese divino encanto de lo inútil: en los bebés que se embelesan con la articulación de sonidos que forman palabras. En los hijos e hijas que se acurrucan en nuestro regazo para escuchar la última historia antes de apagar la luz: ahí permanece viva la llama de lo que realmente es útil. En palabras de Nuccio Ordine, «aquello que nos ayuda a hacernos mejores».

Muchos círculos cultos de la antigüedad se construían en torno a recitales y representaciones a los que acudían incluso personas muy jóvenes. El novelista George Orwell decía en un ensayo que leyó a Dickens con sólo nueve años. Las hermanas Brontë ya escribían pequeños relatos con menos de diez. Hoy los tiempos han cambiado, pero las actuales infancia y adolescencia no son tan diferentes a las de antaño: siguen, al fin y al cabo, viviendo al “límite”, con todo el valor etimológico de la palabra: viviendo en la línea que separa un sendero de otro: como el poeta Rimbaud, que desde muy pronto tonteaba con diferentes formas de buscar placer, cruzar la frontera también a través la creación artística. Como nuestros pequeños cuando pintan o escriben líneas a escondidas para canalizar sus experiencias —incluso a veces en las paredes de nuestras casas, ante nuestro enojo—. Como el yo de la infancia que exploraba el placer de lanzarse en una bici sin frenos, y que a la vez le entusiasmaba esconderse en una biblioteca para leer cómics de Astérix y Obélix. 

Hay ejemplos más recientes de una juventud que se mueve entre líneas, capaz de entroncar con el mundo adulto para encontrarle sentido a lo inútil para la vorágine mercantilista. Por supuesto que no todo está perdido, porque el juego creativo con trazos y sonidos siempre estará ahí, como mecanismo clave del aprendizaje. Precisamente estos ejemplos nos conducen a entender lo siguiente: aunque los tiempos cambien, lo considerado inútil siempre ha sido, en el fondo y para todas las culturas, bello, trascendente. Útil. Las formas para descubrirlo pueden haber variado, cierto; tanto como cambiamos nosotros, al cumplir años, cuando nos alejamos de cómo piensan y sienten los más jóvenes:

Aquellos de los que todavía se dice que no son capaces de sentir el divino encanto de aprender lo inútil.

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